Esa mañana se había
levantado de buen ánimo, empezaría con oportunidades laborales para los
arianos. Cómodamente sentado en su trono de oro y cojines de satín ―un remate
de un jeque de Nueva Delhi que mandó traer y modificar― dedicaba las primeras
horas del día a construir horóscopos. Ya tenía su método y dominaba la técnica,
escribía fluido, unas veces con pluma y papel, otras veces directamente al
ordenador, sin descanso hasta terminar sus compromisos. Estaba encargado de
escribir la sección del horóscopo en las tres publicaciones quincenales más
leídas del país y además, como proyecto personal, publicaba cada mes un gacetín
que trataba temas astrales y espirituales: desde consejos de Feng Shui hasta la
conexión de los chakras con los planetas.
La mayor enseñanza que le
dejó su maestro fue una frase: “primero se acaba el helecho que los marranos”.
El tutor, que repetía la insignia varias veces al día estando a solas con el
niño y lejos de los clientes, era un vendedor de ungüentos milagrosos ―vaselina,
manteca de cerdo y eucalipto― y pociones revitalizadoras ―un brebaje de romero,
manzanilla y sal― que vendía de pueblo en pueblo, sin posibilidad de volver al
anterior por respeto a los estafados. Conoció a Octavio hurtando carteras en un
espectáculo callejero de payasos, lo apadrinó, le dio ropa, comida y lo
convirtió en su asistente. Conocieron cientos de pueblos de varios países,
amasando una pequeña fortuna que al comienzo repartían en porciones
equivalentes al trabajo realizado y que terminó por enemistarlos. Octavio no volvió
a saber nada del viejo y no había posibilidades de volverlo a ver, menos ahora
que solo lo conocían por su nombre artístico.
«Katán, el portador de la luz»,
como se dio a conocer cuando se estableció en la ciudad, se hizo a una carpa,
una indumentaria creíble, una bola de cristal y empezó cobrando aportes
voluntarios. Leía la mano, el cigarrillo, el café, el chocolate, el vuelo de
las aves, adivinaba el futuro, pretendía adivinar el pasado, sanaba males de
ojo, curaba maldiciones y devolvía maleficios. Era persuasivo y eso facilitaba
el trabajo, sin invertir dinero en publicidad tenía decenas de clientes al día,
comenzó a recibir más honorarios y, cuando pudo, consiguió su propia casa.
Luego su propia oficina. Luego su propio edificio. El maestro no había fallado,
había más marranos que helecho, había logrado pasar de huérfano pobre a huérfano
millonario con los famosos cerdos del maestro.
Su fama era tal que, a sus cuarentaidós
años, tenía línea astral nacional, línea astral internacional, había escrito
para más de veinte publicaciones, había trabajado en radio, en televisión, y
todo con facturas. Era otra cosa que había aprendido del maestro, se podía
robar de forma legal, las estrategias eran muchas, era cuestión de aplicar la
indicada a un público determinado. Katán era experto en técnicas espirituales
orientales, en esoterismo, en astrología, en magia blanca y, sobre todo, en
oratoria. Tenía un poder de persuasión único, elogiado infinitas veces por su
maestro y debidamente explotado. No le gustaba la política, lo suyo era la
estafa legal, y a diferencia de la numerosa competencia, él siempre quedaba
bien con sus predicciones.
Terminó de entusiasmar a los
de piscis a las doce y cincuenta, el almuerzo estaría listo en cualquier
momento, releyó con miradas fugaces las ideas escupidas en el ordenador y colocó
un punto aparte. Guardó las notas de apoyo ―una serie de frases separadas por
categorías y estructuradas de manera tal que, cambiándoles un sustantivo y un
adjetivo, quedaran aptas para adecuarlas a cualquier situación―, estiró los
músculos del cuello, palpó con los pies en busca de las pantuflas, inhaló buen
aire, lo retuvo un par de segundos y exhaló lento. Recordó al maestro. Por un
momento quiso que estuviera ahí para verlo triunfar, para que estuviera
orgulloso de su pupilo. Antes de enviar los documentos, se dispuso a cerrar el
escrito que faltaba con la frase que le repetía a sus víctimas, a sus clientes,
a sus Iluminados: “Nunca pierdan la fe, es lo único que los lleva a la luz”.
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