Después de que Colombia terminó
su participación en el mundial, me siento mejor. Obviamente no quería que la
eliminaran después de esa campaña tan buena que pudo hacer, digo que estoy
mejor porque mientras jugó la selección me sentí atacado, juzgado y recriminado
por parte de mis compatriotas decenas de veces sin necesidad. No me quejo
porque no me molesta; me importa poquito, afortunadamente no me alcanzó a pasar
nada grave —espero que los insultos no me vayan a provocar algún trauma más
adelante—, pero de haber pasado Colombia a semifinales, estaría corriendo
peligro mi vida. No me explico por qué tengo que apoyar a la selección de
fútbol del pedazo de tierra donde nací, pareciera que estoy obligado a
ovacionar algo que no me llama demasiado la atención y que, además, debo
idolatrar a sus integrantes, defenderlos y demostrarles mi ficticio orgullo o
mi estúpido afecto sin importarme cuántas vértebras le hayan fracturado a
tantos jugadores.
Que por la patria, me dicen unos,
que el equipo representa nuestra patria. Pero ahí está el problema más grande,
la patria, para mí, es el lugar donde puedo fumar en paz y mi cama no tiene
selección oficial, hasta donde conozco. Lo que llaman patria no es más que el
residuo de unos mensajes mal recibidos por un pueblo casi analfabeta que se
embriaga con aguardiente al son de bambucos, guabinas y pasillos sin tener la
menor idea de qué es un bambuco, una guabina o un pasillo. Ni conocemos ni
defendemos nuestras raíces, por eso podemos ver a la mayoría de los campesinos,
de los músicos y de los artistas en los semáforos de la ciudad, solo nos
preocupamos de perpetrar las tradiciones más dañinas que nos pudieron
dejar los ancestros. Además, nadie está obligado a sentir amor por su supuesta
patria, ahí estoy incluido yo, que le tuve que pagar a mi hermosa patria una
suma elevada de dinero para que no me entregara un fusil ni me enseñara a matar
a mis compatriotas, menos a esta patria donde es obligatorio matar pero es un
privilegio acceder a la educación. Esa patria me da asco, esa no me representa
y por eso no me siento identificado. El escudo, la bandera y la letra del himno
están obsoletos, caducaron, ya no queda casi nada de lo que representan; de no
ser por la sangre derramada, de no ser por el rojo que nos llega al cuello,
estaríamos vacíos.
Que por el pueblo unido, me dicen
otros, que es hermoso ver al pueblo reunido y feliz. Sí y no, porque si la
felicidad incluye muertos, no es felicidad. Cuando el pueblo colombiano se reúne
feliz y celebra, se emborracha, y si se emborracha feliz, mata. Y mata porque
está feliz celebrando. Si la reunión del pueblo se da para celebrar matando con
felicidad, prefiero que no festejen y se queden en la casa aburridos,
educándose. En Colombia el número de muertos es proporcional al sentimiento de
felicidad que ande viviendo la patria, y lo peor es que cuando la reunión es
para luchar por los muertos, no es tan masiva: si ese pueblo ignorante y
vergonzoso que se emborracha y mata reunido se reuniera en pos de una buena
idea, el futuro de este país sería prometedor, pero lo que ha demostrado es que
lo único que promete son muertos: y los cumple.
No veo por qué sentir orgullo y
no lo pienso fingir, soy consciente de las cosas y no me gusta alienarme en ese
sentido —porque el sentimiento patrio es eso, alienación. Cuando veo cualquier
partido, celebro el gol que me entra en gana y apoyo al equipo que me plazca,
porque puedo, porque nada me obliga a sentir algo que no siento, para ser
sincero conmigo y con los otros, así me estén repitiendo cada cinco minutos que
me vaya del país si estoy tan aburrido: pues no, el país no tiene la culpa de
contar con el pésimo material humano que cuenta y es por eso que me quedo,
porque sé que Colombia necesita más gente que piense y menos gente que crea que
siente.
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