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A raíz de la reciente aprobación
de la famosa Ley del feminicidio (Ley
1761 de 2015) en Colombia, me empecé a cuestionar sobre el tema de fondo, el
feminismo y todo lo que lo rodea. Después de varias semanas de pensarlo, llegué
a una conclusión: Colombia debería ser el primer país feminista. A primera
vista parece una idea apresurada, un juicio sin fundamento, pero no lo es para
nada. Actualmente, según esa ley, es más grave quitarle la vida a una mujer que
a un hombre, eso equivale a que es más importante una vida femenina que una
masculina: ya dimos el primer paso.
Como sabemos ―y
como el feminismo se ha empeñado en recordárnoslo―, nacimos en una sociedad patriarcal y no hemos hecho mucho para que la
situación cambie; ni hombres, ni mujeres. Colombia, hasta hace poco, era un
país machista, regido por hombres para hombres: las mujeres escasamente ganaban
importancia siendo la moza de algún prócer, y cuando llegaban a ser socialmente
aceptadas como líderes, a lo sumo, obtenían su cara en algún billete. Pero
estuvimos equivocados todo el tiempo, teníamos que mirar hacia otro lado. Pasaron
los años y llegaron mujeres inolvidables para el país, Débora Arango, Maria
Isabel Urrutia, Blanquita, Natalia París, Luly Bosa, Laisa o Marbelle ―ahora
Marvel, como en inglés―.
No nos digamos mentiras, Colombia está en la olla. Estamos
jodidos, no hay mucho por hacer acá, a menos de que nos volvamos abiertamente
feministas. Todo el problema empezó desde la colonización, los españoles
mandaron hombres a colonizar; si hubieran enviado mujeres, probablemente se
habrían acabado primero entre ellas antes de arrasar con los pueblos nativos.
De ahí para adelante se dañó el asunto porque el país solo ha sido manejado por
hombres. ¿Por qué lo digo?, para nadie es un secreto que las mujeres son
mejores administradoras, mejores consejeras, mejores analistas, mejores
calculadoras, mejores embaucadoras, ¿qué más cualidades necesita un presidente?
Y las que acabo de mencionar son solo algunas de las ventajas
que nos llevan las mujeres a los hombres, pero faltan dos muy importantes:
tienen un umbral de dolor más alto que nosotros y nos triplican en cantidad. La
unión hace la fuerza, y unidas, ellas son más fuertes y aguantan más dolor. Voy
a lo siguiente: ellas no son el sexo débil, somos nosotros, a un hombre no se
le toca ni con el pétalo de una rosa. Sería denigrante para el nuevo sexo dominante
que lo sigamos tratando como tratamos a los niños. Dejemos que nos cedan el
puesto para que se sientan bien, dejemos que nos protejan, que nos paguen la
cuenta, que trabajen todo el día para darnos un hogar y poder tener una bonita
familia matriarcal.
Ellas, las fuertes y valientes, son las que deben prestar el
servicio militar para defendernos de los facinerosos narcoterroristas. Ellas
son las que deben realizar el trabajo pesado ―que hasta hoy, era para el nuevo sexo débil―, ellas son las que deben
asumir los roles violentos porque han demostrado ser más hábiles con la
venganza; nosotros tuvimos la oportunidad y nos la mecateamos en cositas. Como
hombres, solo sabemos ensuciar y a Colombia, nuestra casa, la dejamos sucia: no
hay nadie mejor que ellas para lograr limpiarla.
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