El Gran Bar

I

Esta silla me tiene loco, no me bastó con el paseíto en bus que tuve que aguantar. ¿Por qué hacen las sillas de las salas de espera tan incómodas?, se supone que son para esperar, pero no hay quien aguante sentado en esto más de media hora. Yo creo que me voy a morir del dolor de espalda, ojalá que no…¡cómo me sentiría de estúpido sabiéndome muerto por un dolorcito de espalda! Pero no sólo es la silla lo que me incomoda. El lugar es de muros blancos, para variar, decorados con unos cuadros muy kitsch; de marco dorado y diseños coloridos. Las caras que alcanzo a ver no denotan felicidad, ciertamente. Deben ser viejitos con algún dolor, como yo. Claro que la señora de copete tiene más bien sueño, no ha dejado de bostezar desde que llegué.

25. En el tablero dice que van en el turno quince y a mí que me tocó el puto veinticinco. Bueno, tampoco me puedo quejar. El analgésico que me fumé antes de venir me tiene más que plácido. 16. ¡Muévase, señor! Deberían hacer un hospital sólo para viejitos. No es que yo tenga afán, lo que pasa es que me desespera verlos haciendo todo con tanta parsimonia. A veces me pongo a pensar en lo duro que debe ser sentirse viejo en esta época. ¡Saber que antes la llegada de una carta se demoraba semanas, meses…y que ahora un e-mail ―a parte de no significar gran cosa― se demora segundos en ser recibido! La vida se acelera y los viejos continúan con su pasividad, inmutables. ¿Veinte?, por ponerme a pensar maricadas casi se me pasa el turno, ¡y no repito fila! Esta silla está muy cansona.

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― Cuénteme qué le pasa―me dijo, mirando la pantalla que le alumbraba la cara.

― Es un dolorcito de espalda, pero no creo que sea grave.

― A ver, hombre, recuéstese en la camilla yo lo reviso.

Acostado mordiendo el cuero de la camilla le señalé dónde me dolía. Se acomodó las gafas, empezó a manosearme y después de un rato de hacerme mover para todos lados, dudó en darme el diagnóstico, pero al fin se decidió.

― Pues no parece grave, no hay luxaciones ni esguinces…pero definitivamente hay lesión. Pásese por taquilla y cancele una radiografía, hay que asegurarnos de que todo esté bien ahí adentro.

Siempre toca pagar antes, claro, dóctor. Crucé dos o tres laberintos de consultorios, llegué a la taquilla.

― ¿Cuánto? No. ¿En serio?... Pero después de la radiografía quedo con súper poderes, ¿cierto?

Me empelotaron para acostarme sobre una mesa de un material que no sabría decir cuál era…pero estaba muy fría. Se me arrugaron las pelotas y todo. Me aclimaté y una señora prendió la fotocopiadora esa. Dos, tres fotos y me vestí. Lo más rápido que me podían entregar las radiografías eran cuatro horas. ¿Qué hago en cuatro horas?

Caminé por el centro buscando algún callejón tranquilo. Mucho verde, carajo. ¿Es que los héroes de nuestra Patria no descansan? ¡Pero qué digo!, si descansando viven los perros esos. Al fin. Le di fuego. Acepto, tenía mucho miedo. No tanto de los que me acompañaban, yo no quería amanecer en el calabozo de La Candelaria por unos plones. Siempre que fumo de estas vainas me da sed. El día en que se inventen la mariguana hidratante, ¡se tapan en plata, le digo! Me metí a una tienda buscando cerveza. ¡Líquido vital!

― ¡¿Dos mil?! Deme media.

Hice la inversión, al final. Siempre es buena inversión. Me acomodé en una silla mirando a la calle, la gente pasaba. Dos o tres elementos de exportación habían desfilado ya. Había una niña afuera ofreciéndole confites a todo el que pasaba. ¡Sí que estorbaba, la gordita! En el momento en que me tomaba el último sorbo de la cerveza cara pasó Omar en un bus. ¡El güevón iba dizque todo bien arregladito! Él madrugando a procrear y yo en ese aburrimiento. Tres horas me faltaban todavía.

― ¡Otra cerveza cara, por favor!

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― ¿Usted a qué se dedica?, permítame que le pregunte.

― Yo soy periodista. Escribo pendejadas para un periódico, ¿por qué, dóctor?

― Trato de buscar alguna explicación. Mire esa columna como se ve. Está muy torcida, hermano. ¿Usted qué ha hecho últimamente que crea que le haya torcido la columna?

― A ver…no sé, dóctor. Mire, poco sexo, sinceramente. No bailo hace muchos años. Cero aeróbicos. Camino lo mínimo.

― Grave…grave, hombre. Yo lo único que le puedo recomendar es que pida una cita con el ortopedista. Usted necesita tratamiento. En serio, ¿cómo se le pudo torcer la columna?

II

El apartamento no está tan mal. Muy pequeño, eso sí, pero es lo que estaba buscando desde que tuve mi primer sueldito. Es que nada como uno mandar en la casa de uno, maldita sea. Es más difícil, eso sí. Todo está muy caro y con el sueldo a penas se vive. Ahora no me puedo dar el lujo de emborracharme con ron añejo y menos con whisky. Lo bueno es que ya me emborracho con cualquier cosa pero en mi casa y hasta que yo quiera. Bueno, y los vecinos. Sobre todo el duende. Yo no sé si será vecino porque nunca lo he visto entrar en algún apartamento. No lo he visto hablando tampoco. Siempre tiene que gritar. Como que tiene oídos sensibles, no se aguanta nada. Toca y toca, yo nunca le abro y empieza la gritería. No le entiendo, entonces no me ataca la culpa. Yo no soy mala gente, es que no me gusta recibir a la gente en calzoncillos. Siempre estoy en calzoncillos en mi casa, no ensucio la ropa para no tener que lavarla. Lo veo por la mirilla de la puerta mientras se va moviendo los bracitos y gruñendo por el corredor.

Entonces no es fácil esto de vivir solo. En serio, me hacen falta los viejos…ya sé que la plata no nace en una billetera de cuero y que la trapeadora hay que lavarla, por ejemplo. Además, hace rato que no como postres caseros. Tengo que ir este domingo a visitarlos. Ojalá mi mamá haga postre de guayaba. Es más, la voy a llamar, pero ahora, porque este vaso de líquido-amarilloso-embriagador-no-identificado no se vacía si yo no me muevo. Me quema. Otro, por las ánimas. ¡Me quema más! Se acabó el asunto, por hoy. ¡Uy! Me urge llegar al trono. Si quiera vivo solo. Siempre soñé con cagar con la puerta abierta, no era capaz de concentrarme y dar todo de mí estando encerrado. Ya puedo hacer esto. Sin problema. ¡Y con música!, ¡ya mantengo el control remoto del equipo acá en El Trono! Le mandé quitar la puerta al baño, los ricos somos así, excéntricos. Soy miope, no veo qué número me muestra el equipo de sonido cuando le subo volumen. También soy sordo, entonces le subo mucho. Sorry. Dios tiene la culpa, no yo. ¡D-e-s-c-a-n-s-o! Chao, almuerzo. Ahí se fueron siete mil pesos, tan difícil que llegan y tan fácil que se van. Satélite llamando a Control, no responde. Satélite llamando a Control, no responde. Con esta música cualquiera descome en paz. La buena música siempre me mejora la digestión. O no, no me la mejora. Me la adelanta. Me la acelera. Más volumen. ¡Fuck! Debe ser El Duende del edificio. ¿Por qué toca el timbre tantas veces? Tengo que comprar un letrero que diga “Genio en El Trono” para la puerta. ¡Ya voy, ya voy! A ver, pañitos húmedos. Con aloe vera, para mejorar el cutis de mi cutis. Caminar con los pantalones en la rodilla es muy difícil. A ver, quién putas es. ¡El Duende! No. Me sacaste del baño, sujetín. Eso no se hace. Ahí se va moviendo los bracitos y gruñendo.

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Llegué al edificio porque fue lo más barato que encontré. Recién emancipado de mis papás y ganando un sueldo decente, no veía la hora de empezar a vivir la emocionante vida de los solteros con casa sola. Los vecinos del edificio nunca se dejaban ver, ni por la mañana cuando yo salía a veces a trabajar ni de madrugada cuando llegaba siempre. A las dos semanas conocí al administrador. No era vecino. Me invitó a una dizque reunión de los dizque vecinos míos. Allá los conocí: dos beatas, un negro gordo y canoso, un viejo, dos parejas jóvenes, y él. El Duende. Sentado en esa silla sin alcanzar el suelo. Yo estuve mirando los labios del administrador que se movían, intentaba esconder mi alto estado de embriaguez, sentía pena de que me conocieran borracho en esa situación. Activé el Piloto Automático y lo único que recuerdo es el salvapantallas, que se me prendió.

La vida de soltero es muy divertida pero uno se va llenando de mañas. A mí antes me aterraba entrar al baño, no podía despojarme de lo que me sobraba con la puerta cerrada y a los viejos no les gustaba. Desde que llegué al apartamento quité la puerta del baño y siempre que entraba, ponía música a todo volumen. Una tarde, mientras yo hacía mi ritual preferido, El Duende empezó a tocar mi timbre como si se estuviera cagando. No le abrí. Al otro día, pasó lo mismo, dos veces. Y así, una semana. Siempre. Varias veces.

― ¿Usted es que nunca escucha el timbre? ―me atacó El Duende en las escalas.

― ¿Cómo me dice?

― Que usted nunca escucha.

― Disculpe, es que no le oigo bien. Estoy recién operado de las trompas de Eustaquio y apenas me recupero. ¿Qué me dice?

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Primera vez que bebo con un enano. Es bien agradable el tipo. No es tan gruñón como creía. Y yo sé que no soy tan molesto como él pensaba. Bulloso sí. Ya le confesé que oigo perfectamente y que utilizo ciertos métodos defensivos de vez en cuando. Se rió. ¡Ya entiendo eso de ‘reír como enano’! Es la carcajada más agradable que haya oído y visto. Porque olía maluco. Es un enano cochino, pero buena gente. ¡Y borracho! Se la pasa a media caña, por lo que me cuenta. ¿De qué vivirá? Tiene buenas cosas en la sala para mantenerse borracho. ¿Será que hay algún subsidio para los enanos? A mí sí me da pena preguntarle. Ahora que estemos más borrachos le pregunto. ¿Será que es un enano torero? ¿Omar? ¿Con acento en la a o en la o? Ómar. Claro, Omár es de países centroamericanos. El Duende se llama Omar. Ya no es duende, ya es vecino. Vive encima. Al pobre le llega mi música, nítida. ¡Quien lo manda a no escuchar salsa! ¿Qué escucharán los enanos? ¿Nelson Ned?

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Me hice amigo de Omar. Un tipo estupendo, en serio. Bueno, medio tipo, como decía él mismo. Me explico: los enanos, me decía, son los mismos humanos, pero evolucionados. Hacen lo mismo que nosotros, pero con menos masa. Le caí muy bien porque compartimos el mismo odio a la raza humana. Bebimos esa mañana y las siguientes. Empezamos compartiendo el gusto por las borracheras matutinas. Claro que no aguantaba mucho, a las dos horas ya estaba dormido. Me decía que era del cansancio. Tenía un turno de noche. ¿Turno de qué?, le pregunté. Trabajaba en un bar, según me dijo. Del periódico cada vez tenía menos para escribir…y menos para comer. Necesitaba otro trabajo. Le comenté, una mañana de tragos, que necesitaba trabajo.

― En el bar necesitamos borracho y vos servís ―me dijo.

― ¿Cómo es eso, Omitar?

― Hoy te llevo al bar y te explico. Pero te adelanto que pagamos poquito. Sueldo de enano ―me miró, se rió y se mandó un trago con muchas ganas.

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Nos tocó parados. Jajajajaja. Él parece sentado. Pobre Omitar, hombre. Tan chiquito y tiene que andar en bus. Yo por lo menos mido más de un metro y medio…Si a mí me queda difícil agarrarme cuando esta vaina frena…

Diez minutos y listo. Nos bajamos, él brinca del bus. Jajajajaja. Muy divertido el Omitar. Caminamos bastante, en serio. Nos metimos a un barrio muy oscuro. ¡Es que en la noche todo es oscuro, güevón! Claro…un bar…de noche…¡bingo! Omar me salió streaper…bailarín exótico. ¡Bien exótico! No quiero ver eso. No, esas piernitas sin pantaloncito. No. Ese pechito sin camisetica. ¡No! Bueno, ya, ya, tranquilo. No es sino un enano sin ropa. ¿Será verdad que tienen tres piernas?

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La entrada era sobria, una esquina pequeña, de fachada raída, el ostentoso nombre “El Gran Bar” en un letrero mal pintado. Un tipo se tambaleaba en la entrada. Tenía la camiseta vomitada y cuando pasamos por el lado, dejó sentir su olor. Era un auténtico borracho, nada de fachada.

― Ese es el puesto que está vacante…este reemplazo está muy malo―me dijo Omar, señalándome al sujeto de la entrada.

Era pequeño. Pequeño y oscuro. Sonaba una música de tiple y guitarras, sin voz. Gangosa. Al fondo un orinal, que se dejaba notar desde la entrada. En la barra, nadie. Ni barman. En las tres mesas, nadie. Al fondo, debajo de un almanaque de Piel Roja, una puertecita.

― Lo que vas a ver, no se lo podés contar a nadie, pelado.

― …

― Jurame que no le vas a contar a nadie.

― …

― Jurame.

― No sé lo que va a pasar, hombre. Abrí rápido el mini bar.

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¡Mierda! ¿De dónde sale toda esta gentecita? Mil enanos. Diez mil. Bueno, tal vez cien o doscientos. Esperate, Omitar, yo no soy tan bajito y no quepo por ahí. Me agacho y nada, viejo. A ver, la cabeza primero. Si cabe la cabeza, cabe el resto. ¿Pero cómo? Me debo ver muy chistoso parando nalga entrando por esta puertica. ¡Pura maldad me está haciendo Omitar! Esto debe tener entrada para gente alta. ¿Acaso no hay enanos gigantes? ¡Bien! Un hombro. El otro. ¡Fuck! Me falta ejercicio. O me sobra barriga. Una de dos. Uno, dos, tres, ¡gogogo! Penetro. Mierda, esto es más grande de lo que creía. ¡Puta! El techo es muy bajito. Primer totazo. Duele. Duele. Duele.

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Voy a resumir, me toca. Agachado desde el principio, entré por esa puertica que se veía al fondo. Omar adelante, me mostraba de izquierda a derecha los páneles. Que ésa era la oficina de Presidencia. Que ésa otra era la del comité deportivo ―¿los enanos hacían deporte?―. La de más allá era la entrada al casino. Y así. En fin, tenían de todo ahí adentro. Tres pisos bien distribuidos. Resultaba que la bodega que estaba detrás de El Gran Bar figuraba como taller de pulido para lanchas. La habían comprado y adecuado, juntos, “como en Blancanieves, cantando y todo”, me dijo. Abajo, casi todo eran oficinas. En el segundo piso, zona comercial; ropa para enanos, restaurantes con sillas pequeñas de patas recortadas (para bebés, pero adaptadas), mini salas de cine y todo. Yo miraba aterrado. ¡Qué orden! Los enanos deberían manejar el país. Todos trabajando, cuando les tocaba. Subimos al tercer piso, por ascensor. ¡Tenían Zona Libre! Licor, puticas, drogas, bulla. En el techo había extractores de humo de última generación. Cabeceé dos. Omar me invitó a sentarme en un sofá.

― ¿Ya te diste cuenta como te están mirando?

― No, estoy apenas despertando, Omitar. ¡Qué es esto!

― ¿Qué es qué? ―me miraba y se reía.

― La bareta…¿acá es legal?

― No sólo es legal. Somos cuatrocientos consumidores. En el ático tenemos un cultivo hidropónico y no nos vale nada.

― ¿Y la ley?, ¿no los jode?

― La compramos, hombre. Ellos saben que nosotros no hacemos mayor cosa. Es más, hay varios enanos que son dueños de medio país y nadie sabe…acá en estas cabecitas hay respaldo. Por eso esto no existe en papeles. Sólo los enanos conocemos El Gran Bar.

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― Entonces, ¿estuvo en esa posición cuánto tiempo?

― Dos o tres semanas, dóctor.

― ¿Y no le dolió nunca la columna, hombre?

― No me acuerdo, dóctor. Es que, a ver…se me hizo imposible bajarme del tercer piso.

― Bueno, le digo, entonces, no puede volver allá en un buen tiempo. Se va a terminar jodiendo más.

Salí del consultorio maldiciendo todo. Al dóctor, a las enfermeras, a los niños llorando, a los viejitos con dolores. Necesitaba un trago. ¿Un bar? ¡El Gran Bar!

Y llegué a esa esquina deseando ser enano pero dispuesto a conformarme con el puesto de borracho.

1 comentario:

Diana dijo...

Excelente la estructura, me gustan los saltos entre espacios y tiempos. 'Reí como enano': Aún te recuerdo diciendo esa frase. Leer a este personaje es leer buena parte de tí. Mejorando siempre, ¡te felicito! :)

El Sujeto

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Hace más de veinte años nací, vengo creciendo, lucho por reproducirme y todavía no he sabido que me haya muerto.