La noche de los deseos (un bonito cuento de año nuevo)

Después de terminar con la lista de pendientes que tenía planeado cumplir en la tarde, Matías había regresado al apartamento, tan sólo a unas cuadras del de sus padres, para descansar un poco y más tarde, antes de caer la noche, salir a caminar. En el centro comercial había pasado un buen rato en familia, su mamá y su hija se habían entendido a la perfección; la genética no falla y tenían la misma forma de ser, inconfundible. Ambas se tomaron a pecho la tarea de conseguir los ingredientes para la cena de la noche y con mucha maña pero con mucha calma, recorrieron el supermercado de arriba abajo. Él sólo las seguía, mirándolas, plácido. Se había imaginado la escena muchas veces, mientras esperaba que los días fueran quedando atrás, que el presente y el pasado no se encontraran en la misma dimensión.

Manejó el carro de vuelta a la casona donde había crecido junto a sus hermanos y sus viejos, bajó las bolsas más pesadas y las más delicadas, y dejó que Valeria se encargara de unos paquetes de menos tamaño. Su madre ya había abierto la puerta y la pequeña corría, unos metros delante suyo, en busca del abuelo. Matías se aseguró de que la alarma del Jeep sonara y con cuatro bolsas pesadas entró a la casa. Todo estaba igual, tal como lo recordaba; cuando llegó esa mañana, lo primero que lo sorprendió fue percatarse de que el tiempo en esa casa no pasaba. Las mismas cortinas, la misma mesa de centro en la sala, los mismos retratos familiares en los muros, el mismo techo alto y de tejas viejas pero en buen estado, el mismo piso de baldosas amarillas y vino tinto ―reluciente, como siempre―, el mismo perfume de los azahares del solar. Acomodó las bolas en la cocina, donde Doña Vicky iba a empezar la cocción de la cena y se fue directo a la sala. En una silla mesedora, su papá llenaba de besos las mejillas de la nieta. Vio a Matías y se levantó para darle un abrazo.

― ¡Pero veamos quién nos visita!, ¡el hijo pródigo! ―le dijo con afecto.

― ¿Cómo estás, viejo?...¡cuánto hace!

― Enfermo, como tu mamá de debió decirte, ¡pero alentado! Eso sí no creo que te lo haya querido decir ―y soltó una carcajada, a la vez que cargaba a su nieta. ¿Es igual de hermosa la mamá?

― Sí, es idéntica, si quiera se parece a ella y no a tu hijo, hubiera sido muy demalas la pobre.

― Ve donde tu abuela, hijita, que seguramente necesita de tu ayuda allá en la cocina ―le dijo el viejo a Valeria, mientras ella le obedecía. ¿Cómo seguiste con tu depresión? ―le preguntó a Matías, invitándolo a sentarse en la silla del lado, con la cabeza.

― Bien, papá. He estado mejor, ese tratamiento me fue de mucha ayuda…y bueno, separarme tanto tiempo de ella también.

― ¿Todavía te duele hablar del tema?

― No, ya creo que lo superé…suficiente tiempo con esa idea en mi cabeza. Mejor pensé en la niña y decidí arreglar las cosas con Sandra. A propósito, papá, ¿cómo te pareció tu nieta?

― Hiciste un buen trabajo, muchacho. Por teléfono me la había imaginado diferente, menos…morena, vos sabés.

― Vos y tu racismo, viejo. Sandra es negra y yo no soy blanco, era imposible que saliera de otro color. Mejor preocupate porque esté bien de salud…

― No te irrités, hijo, sólo decía…

― Mejor me voy a mirar qué hacen mi mamá y Vale.

Sí le molestaba hablar de Sandra, y mucho. Le dolía. Tres años y no superaba la escena. Se fue hasta la cocina y vio a su mamá con su hija, jugando con harina y riéndose como dos amigas.

― Juntas van a ser un problema ―les dijo Matías mientras se les acercaba. Me alegra que se lleven tan bien, mamá, no sabes cuánto. Tenía miedo de que no se entendieran…pero ahora tengo miedo de lo bien que se entienden.

― Es hermosa, adorable, no sabés lo mucho que me recuerda a Angelita…

― Mamá, dejala morir en paz. La pobre nos dejó hace más de veinte años y vos seguís sufriendo por ella…

― No sabés lo que es tener un hijo muerto.

― Ni lo quiero saber ―se acercó a Valeria y le besó la frente. Mamá, ¿qué hay de Marquitos?

― Ése vago sigue viviendo ahí donde siempre, ¡por Dios!, con la mamá. Doña Belarmina vive jarta de ese vergajo. A cada rato lo tiene que ir a sacar del calabozo y pagar las fianzas. No me digás que vas a ir a hablar con ese muchacho.

― No es para tanto, má. Mirá que somos amigos desde pelados y yo no vengo a la ciudad desde hace ocho años. Lo saludo, me desatrazo y vengo.

― No te demorés que tus hermanos ya están que llegan. Tenés que ayudarme a bajar tu tía Rosa del taxi, está toda jodida por la artritis… ―esperó a que se diera la vuelta y lo llamó― Mati…― se mordió los labios pero le preguntó―¿vos todavía tirás vicio?

― Pero por supuesto, má. Nada más mirame los ojos…

― Y…¿Valeria sabe?

― Sí, claro, mami. Desde hace dos semanas que vive conmigo sabe que fumo. Es más, ella a veces come. Le encanta. Tengo que conseguir acá para que le hagás un flan, con eso te la comprás.

//

El barrio estaba muy cambiado, las propiedades horizontales habían inundado el panorama y las montañas que antes dejaban salir el sol por la mañana, no se veían. El comercio también estaba por todos lados, ahora había más tiendas a parte de la de Joaco, la de toda la vida, también almacenes de ropa barata, blusas a diez mil, la que escoja. Caminaba sin esforzarse, autómata, recibiendo imágenes familiares que le evocaban momentos de infancia. Odiaba sentir ganas de llorar y prefirió buscar la casa de Marcos.

― ¿Doña Belarmina?, ¡cómo está!, mire, yo soy Matías, ¿se acuerda de mí?

― Claro que sí mijo. Claro que anda muy cambiado, todo grandote, ya.

― ¡Lo que logra la buena vida, Doña Belar!... le pregunto, ¿Marcos?

― Arriba, mijo, acostado. Mire a ver si lo convence de salir a conseguir trabajo…

Subió las escalas y se ubicó inmediatamente en la segunda planta: al fondo, detrás de la puerta cerrada, era la habitación que buscaba. Cuando Marcos abrió, una humarada con olor a marihuana salió con él.

― ¿Mati?, ¿el mismísimo hijo de puta Mati?, pero es increíble, güevón.

― Invitame a pasar, mejor, desde acá huelo tu comodidad.

Se sentaron en el piso, Marcos cortó un cogollo de maría fluorescente de una matera que reposaba florecida en un rincón iluminado y empezó a cortarla en pedacitos pequeños, fina, con unas tijeras y manipulando el fruto con un guante de látex.

― Bueno, güevón, recibí el giro antier. Ya te tengo el juguetico acá, pero primero tenemos hablar, y ¿qué mejor que en compañía de la mejor cripa de esta cuadra?, ¿sí le viste estos cristales, parce? ―se reía emocionado, mientras liaba un porro con esa materia verde en un papel de cebolla.

― No te emocionés mucho, Marquitos, yo acá no me demoro. Ahorita tengo que volver a la casa a saludar a mis hermanos…es que acabé de llegar.

― Listo. ¡El que lo pega, lo prende! ―advierte, sonriendo, con la varita en la boca soltando humo ya. Me mira a través de la nube que sube― ¿Me pediste un tres ocho?

― Sí, eso mismo ―asintió Matías.

Marcos se levantó, le entregó el bareto y trajo una caja de madera que sacó de su closet. Se reacomodó en su sitio y levantó la caja con lentitud. Mientras le dejaba ver el contenido a Matías, empezó a describirlo.

― Cacha tallada a mano por el mejor tallador de madera de esta ciudad: mi tío, anti huellas, tambor de seis balas; me disculpás pero no te conseguí el de ocho, mira calibrada y debidamente ensayada, cañón recortado, y así no creás, esto que ves ahí estorbando, es una dizque recámara refrigerante, vos sabés, para que cuando disparés te lo podás guardar de güevas de una vez, sin quemarte los pelitos.

― Bueno, yo no entiendo mucho de esto, pero, te pegunto: ¿dispara?

― ¡Que si dispara, hombre! Smith & Wesson del especial, papito. Como en Pedro Navajas.

― ¿No la tenías con piscina, hombre?, ¿quién te dijo que yo quería la pistola de Rambo?

― Primero, es revólver. Segundo, con ese platal que me mandaste pensé que querías una chimba de fierro, y véalo. Carito y todo pero vale la pena…eso que me llevé mi comisión. Tome su ñatico, más bien, mijo. Para que lo sienta ―Marcos le entregó la caja, Matías le devolvió el porrito, y mientras se daba una calada enorme, le preguntó― Ve, ¿vos sí sabés disparar esa mierda?, acordate que de pronto vas y matás a alguien con eso ―dijo riéndose mientras se intentaba recuperar de un ataque intenso de tos.

― Yo estuve ensayando por Internet, con el mouse, viejo Marquitos. Enseñame de dónde putas la recargo y cómo disparo, no es más… ―vio en la cara de Marcos que no lo había convencido. Buscó algún argumento que lograra dejarlo ir en paz y prosiguió― Lo que pasa es que me di cuenta de que por acá anda también el mozo de Sandra y vos sabés que me la jugaron feo ese par. Un año, Marquitos, un año enterito…se me la comió todo un año, el hijueputa, doce meses…

― No, no sigás, Mati. Ve, güevón, yo te hice el favor porque de eso vivo, pero no quiero saber qué vas a hacer con tu juguete. Lo que sí entiendo es esa mierda de las doce balas. ¡Vos y tus números!, no cambiás nada. Lo único que sí te digo, maricón, es que si vas a matar a alguien en este sector, me digás y yo te pido el permiso. Donde te cojan haciendo eso sin avisar, te matan, hombre.

Le enseñó a cargar y a disparar el arma y antes de anochecer, se despidieron con el compromiso de trabarse más seguido.

//

Caminó en círculos por varias manzanas, haciendo tiempo para evitar llegar al apartamento temprano. En la casa, sus papás y Valeria estaban recibiendo la visita de la numerosa familia que venía a ver a Matías y a su hija. La noche pasó rápido entre recuerdos jocosos y mimos a la nueva niña, los platos se llenaron y a las doce en punto de la noche la pólvora fue llegando a primer plano para ser la banda sonora de un encuentro de abrazos entre familia.

― ¿Mi papá dónde está? ―le preguntó Valeria a la abuela.

― Ya debe estar que llega, mi vida. Él dijo que no se demoraba.

Con la caja en las manos y las doce balas en un bolsillo del pantalón, decidió llegar por fin a su apartamento. En la calle el alboroto de la gente con su euforia le obstaculizaba el paso. Aceras llenas de borrachos y el asfalto, convertido en improvisada pista de baile, estaba ocupado por parejas que se movían al ritmo de Los Hispanos y siguiendo la letra de la canción, tratando de imitar la voz de Rodolfo. Matías estrujó y lo estrujaron. Logró llegar a la entrada del edificio que necesitaba y tranquilo, por fin, llegó a su apartamento. Todavía estaban las maletas suyas tiradas abiertas, las de Valeria estaban donde la abuela. Puso la caja en la cama, sacó las balas y llenó el tambor. Se la encintó, fue por una botella de brandy que había sobre la nevera, virgen aún, la destapó y de un solo tiro se tragó media.

― Mijo, ¿será que le pasó algo a Mati? ―le preguntó Doña Vicky a su esposo.

― No seás pesimista, Victoria, ¡siempre pensando lo peor! Seguramente se quedó con Marcos fumando mariguana, vos sabés cómo es éste güevón de vicioso. La niña está acá con nosotros y está bien, eso es lo que importa…él está muy mamón ya y es capaz de cuidarse solo.

― Y apenas ese muchacho lo haya embaucado y lo atraque o alguna cosa mala, mijo… ―dejó la inquietud en el aire.

― Disfrutá el vinito que está delicioso, carajo, dejá de pensar pendejadas ―le dijo mientras levantaba la copa proponiéndole un brindis y acariciándole la cabeza para intentar tranquilizarla.

Desde la terraza del edificio veía aturdido cómo decenas de luces volaban por la ciudad, globos de mechero que la gente lanzaba cada año. La pólvora no dejaba de anunciar el año nuevo, resaltando en la oscuridad del cielo pero opacándolo rápidamente con una nube gris que se iba formando. El brandy a parte de saberle delicioso le quitaba peso del cuerpo, Matías sentía que lo único que pesaba ahí era su ñatico, en la chapa de la correa, colgado, a la expectativa. Miró su reloj, año nuevo con siete minutos, buena hora. El espectáculo multicolor que le presentaba la pirotecnia lo tenía más que asombrado, estaba cómodo, incluso sabiendo que su familia lo estaba esperando para abrazarlo. Se trepó a la parte más alta del edificio, donde una lámpara permanecía encendida iluminando la fachada del edificio. El viento sopló fuerte y Matías sintió que el brandy lo podía hacer caer, se paró firme con los pies separados, rodillas meramente flexionadas, abriendo los brazos, dejándose acariciar por el frío que le llegaba.

Sonaron unos disparos afuera y Valeria, asustada, arrancó a llorar con desespero. Ahora sí estaban preocupados por Matías, no aparecía. A esa hora era peligroso estar en la calle. Fernando salió a buscarlo en su camioneta, Doña Victoria quiso acompañarlo pero su esposo no estuvo de acuerdo y decidió, más bien, ir él. Las calles estaban infestadas de gente que vivía un carnaval total y la camioneta a duras penas avanzaba. Desde adentro atistababan en las aceras al extraviado, lo hacían borracho con sus antiguos amigos. Desde la casona, su mamá llamó varias veces al apartamento pero nadie le contestó.

Sacó el revólver, lo besó con los ojos cerrados y le susurró el nombre de Sandra. Lo cargó, estiró la mano armada y le apuntó al cielo. Haló el gatillo una vez. ¡Sí era verdad que se siente una fuerza rara! Abrió los ojos para luego inhalar profundo el olor a pólvora que llenaba el lugar. ¡Por tu infidelidad! ―gritó. Disparó de nuevo. ¡Por mi dignidad! ―gritó. ¡Por tu desvergüenza! ―gritó. Su cara se había convertido en una mueca de rabia. Otro disparo. ¡Por tus promesas! ―gritó. Volvió a disparar. ¡Por mi futuro! ―gritó. Disparó una quinta vez. ¡Por mi felicidad! ―gritó. Gastó la última bala del revólver. ¡Por vos, Sandra, por vos! ―dijo en voz baja y se mandó el resto de contenido que quedaba en la botella.

Las luces del apartamento estaban prendidas, era posible que Matías estuviera ahí, tal vez con alguna mujer, haciendo más hijos. Fernando se bajó del carro y caminó hasta el citófono. Llamó un par de veces pero no contestaron. O estaba muy ocupado o no estaba. Volvió al volante y convenció al viejo de regresar a la casa, de pronto, por qué no, ya había vuelto. Puso el motor en marcha y los ruidos pausados de unos balazos hicieron que Fernando frenara bruscamente. Al no ver movimientos extraños en la calle, sabiéndose a salvo él, su papá y la camioneta, y mirando la gente bailar, se tranquilizó. Antes de volver a acelerar, miró al edificio. Las luces se encendían una a una. La gente se asomaba a los balcones y dirigía su atención hacia la azotea del edificio, hablando entre ellos. Fernando y su papá orillaron el carro, se bajaron, y aprovechando la confusión de la gente del edificio, consiguieron llegar hasta el apartamento de Matías.

Lanzó la botella a una pared de concreto que daba a la parte de adentro de la terraza y se esparció, hecha añicos, por todo el suelo. Borracho por el brandy y por el éxtasis que sentía disparando, soltó una carcajada, se puso de cuclillas y volvió a llenar el tambor de su juguetico. Apuntó al cielo y accionó el arma una vez. ¡Por el pasado! ―gritó. Percutió de nuevo, esta vez fascinado por el movimiento perfecto que lograba el tambor cada vez que separaba el plomo y el casquillo. ¡Por el futuro! ―gritó. Disparó la tercera bala de la segunda tanda. ¡Por Valeria! ―gritó mientras, atacado por el llanto, se dejó llevar y sin quererlo, empezó a gemir de dolor y de felicidad y de euforia y de borrachera. Otro tiro. ¡Por ustedes, viejos! ―gritó. Hizo un quinto disparo, arrodillándose. ¡Por que ustedes me la van a cuidar! ―gritó. Según lo planeado, el último disparo, la última bala, no por amaño iba a ser disparada después de un grito. Sonriendo, se arrimó el ñatico a su sien derecha y comprobó que, efectivamente, la recámara refrigerante ésa, sí servía. ¡Por cobarde y por valiente! ―gritó. Sin dudarlo, terminó su nuevo año con un tiro en la cabeza. Había logrado sentir, al fin, el vacío que hay antes del disparo salvador.

Cuando descubrieron la puerta del apartamento entre abierta y cerrada era imposible encontrar a Matías, ya no estaba. Lo confirmaba la nota que, de su puño y letra, decía que él había decidido quitarse la vida, y entre otras cosas, dejaba claras instrucciones de no permitir que Sandra los ubicara y una que otra recomendación para la alimentación de Valeria. Murió sonriente. Así lo recuerda ella, siempre, cada fin de año, cuando reunida con su familia, sin él, comparten el delicioso, potente e infaltable flan de mariguana que la abuela Vicky, sólo ella, puede hacer.

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El Sujeto

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Hace más de veinte años nací, vengo creciendo, lucho por reproducirme y todavía no he sabido que me haya muerto.