Un mal día


Llevaba la ropa empapada y no podía distinguir si era por el sudor o por las goteras que pacientemente habían estado cayendo desde el cielo. Eran las cuatro de la tarde y el estómago no paraba de anunciarle que no había recibido bocado desde temprano, y que, de seguir así, no aguantaría por mucho tiempo. Ismael paró la carreta, la descargó en el suelo ignorando los mensajes de su olvidado amigo. Miró a su alrededor y vio material para inspeccionar, calculó que en una hora ya habría separado y montado a la carreta todo lo que sus ojos alcanzaban a ver, el hambre podía esperar. Y como siempre, el hambre esperó.
Toda su vida se había dedicado a ubicar tesoros en la basura de los otros, desde que tenía noción del tiempo había estado recorriendo las calles de la ciudad, esquina tras esquina, destapando las bolsas, hurgándolas, rescatando lo que para muchos era inservible. Con lo que los otros habían desechado él había sobrevivido toda su existencia, él y los suyos, porque compartía responsabilidades con su mamá y sus dos hermanos mayores. Todos los días, sin importar clima, fecha o estado de ánimo, a las cinco de la mañana se levantan los cuatro, se bañan por turnos en el único baño de la casa, desayunan por turnos con el único pan que haya en la casa, y se avientan a las calles para escoger lo bueno que hay entre lo malo. Por la noche, cuando el frío y el hambre son insoportables, vuelven a reunirse para ver cuán bueno o cuán malo ha sido el día.

La jornada esa vez había estado pesada, aunque hubiera caminado tantas horas por tantas calles, para el esfuerzo que había hecho la recompensa había sido mínima, hubiera sido mejor el sur, pensaba. Hasta ahora no tenía más que unas cajas de cartón y dos latones, ni siquiera suficiente para comprar pan y huevos, iba siendo tiempo de aprovechar todo lo que estaba tirado en ese parque, y no fue sino pensarlo para lanzarse a recoger tesoros. Primero seleccionaba lo que estaba a la vista: cajas de madera, electrodomésticos malos ―que a veces servían para repararse y revenderse―, botellas de vidrio o de plástico, y cualquier tipo de metal, ojalá oro, por lo menos cobre. Luego se aventuraba a husmear en las bolsas que estaban selladas, de vez en cuando lograba sacar algo valioso de entre los papeles sucios, era la peor parte, a veces…a veces, era la mejor.

Pero ese día el destino no le tenía preparadas grandes cosas, ni medianas, ni pequeñas. Ese día, la basura no era más que basura. No había valido la pena invertir tantas energías en tan poca cosa. Él sabía que eso podía pasar, a él le pasaba mucho.

En un par de horas ya no habría sol, ya se estaba llegando la hora de encontrarse con su familia para darles malas noticias, ya era tiempo de que gastara las pocas monedas que llevaba consigo en alguna cosa que le menguara el hambre. Cogió la carreta, medio llena, medio vacía, y se fue con ella hasta la primera tienda que encontró unas cuadras más al norte. Entró, libre de cargas, hasta el estante que había al fondo del portón iluminado con dos lámparas de tungsteno, atendido por un señor de bigote prominente y barriga más prominente que el bigote. Averiguó el precio de una porción de ponqué con un vaso de leche, verificó que pudiera costearlos y, habiendo cómo, los pidió. Un tipo con un parche en un ojo que estaba al lado de él en la tienda lo miró extraño. Cada que entraba a algún lugar donde hubiera gente, lo miraban extraño. Era por su olor, por su piel sucia, por su traje ajado y empolvado por el tiempo y el trajín, por los zapatos descosidos, era por todo. Gajes del oficio. El tipo con el parche en el ojo pagó y se fue. No se despidió. Nadie se despedía  nunca. Gajes del oficio.

Recibió la servilleta con el ponqué y el vaso de leche, no se sentó; de pie frente al estante y con tres movimientos rápidos hizo lo que tenía que hacer. Entregó las monedas, agradeció y se puso en marcha hacia la carreta, no estaba satisfecho porque el hambre era bastante, con eso llegaría hasta la casa sin desmayarse, por lo menos. A un lado del portal iluminado por tungsteno, en un punto donde la luz no llegaba totalmente, algo llamó su atención. Se agachó a recogerlo, como siempre hacía. Era una billetera. Tenía un carné con la foto de alguien con un parche en un ojo. ¡No faltaba más!, pensó. Ahora, aparte de tener que dar explicaciones sobre su mala fortuna tenía que ir a buscar al dueño de la billetera, ¡no faltaba más!, pensaba.

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El Sujeto

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Hace más de veinte años nací, vengo creciendo, lucho por reproducirme y todavía no he sabido que me haya muerto.