A fin de cuentas

El silencio de la sala era agobiante, podía sentir el crujir de los neumáticos de los pocos carros que pasaban por la calle más cercana. El reloj de la pared blanca no tenía segundero y como el tiempo estaba detenido yo no sabía si el aparato andaba o si lo tenían de adorno feo en medio del muro blanquecino, porque blanco, lo que se dice blanco, no era. Era la sala de espera más desesperante que había tenido el placer de visitar: aunque no había calor en el ambiente y dos ventiladores silenciosos refrescaban los rincones, la gente sudaba. En mi caso era sudor fino, goteritas que iban naciendo junticas pero que no se llegaban a combinar nunca, tampoco crecían demasiado, estaban simplemente ahí por estar. Me volví a pasar el brazo por la frente y la miré, estaba igual que yo, absorta en sus ideas y sudaba pero a chorros. La tomé de la mano y me devolvió la mirada, yo le sonreí, era lo mínimo que podría haber hecho. Al frente de nosotros dos había una pareja en la misma actitud de resignación, él, joven, ella, más joven, tomados de la mano, mirando al silencio.
Por mi parte solo había buena actitud, yo no quería tener hijos pero si el destino había decidido, ¿quién era este diminuto ser para contrariarlo? Lo difícil sería encontrar un trabajo bien pagado, pero nadie dijo que iba a ser fácil, de hecho, todos repetían que era muy difícil. A mí no me asustaba el hecho de tener que trabajar, me gustaba la idea de tener una responsabilidad tan grande. Ella me contó feliz lo del retraso, de alguna manera eso me hizo pensar positivo, si éramos felices, pues ¡qué importaba el esfuerzo!

             ― Ana María Peláez Rendón ―musitó una cabeza femenina detrás de la puerta del fondo entreabierta.

La mujer que tenía al frente se paró y el tipo que la acompañaba se fue detrás. Habían llegado primero que nosotros. Todos habían llegado primero que yo, incluso ella. Media hora de retraso mío, que no era por comparar, pero no le llegaba a los talones a las dos semanas de ella. Le miré el brazo y le pregunté si le estaba doliendo el chuzón, sin decir palabra me contestó que no. Le di un beso en la frente y seguí esperando. Es que no estábamos juntos, estábamos los dos pero cada uno estaba tomando decisiones, estaba acomodando vidas, estábamos en plan de planear. Yo no tenía mucho por perder, podía estudiar, me tocaría empezar a trabajar y dejar de lado tanta desfachatez libidinosa, el resto se resumía en buenos modales y mucho empeño para ser un buen progenitor. Ella sí tendría que cargar más peso, pero no del todo porque, según me contó, en la casa le dieron todo el apoyo. Yo no había dicho nada en la mía, no tenía necesidad, ¿para qué?
La pareja salió sin decir palabra, ella primero que él, les abrieron la reja eléctrica desde algún lado que no supe dónde, y se fueron. Ella me apretó la mano y la miré, estaba pálida y tenía la frente mojada. Se la limpié con la mano que tenía libre. Eran casi tres meses desde que habíamos empezado a salir, cuatro desde que nos conocimos. Cuatro meses. Ella me había dicho que planificaba y yo le había creído, me generaba mucha confianza y aunque no teníamos título oficial, nos visitábamos en las casas constantemente. Constantemente, también, nos encerrábamos horas y horas a hablar del futuro, de ella, de mí, de los dos, pero no de los tres.

          ― Paula Martelo Sald…
          ― Yo ―interrumpió gritando y se levantó de la silla, me jaló de la mano pero me negué a ir.


De todas formas no iba a cambiar el resultado, no iba a ser más positivo ni más negativo porque yo fuera a recibir la noticia. Que fuera lo que tuviera que ser, yo prefería que al menos uno de los dos estuviera ahí para consolar al otro. Ella se metió en la puerta del fondo y yo volví a mirar el reloj. Las dos manecillas seguían apuntando hacia la misma dirección que yo había visto, o eso creía. Lo de mirar la hora era un reflejo, siempre que me sentía en peligro o incómodo miraba la hora. Es que ni siquiera era mirar la hora, era mirar el reloj, porque a veces tenía que volver a fijarme qué hora era cinco segundos después de haber mirado el reloj. El instinto de conservación es extraño. De todas formas no reparé en vacilaciones y me dirigí al buzón de sugerencias que reposaba sobre un soporte metálico, tomé una hojita del montón y con el lapicero pegado a la base con un elástico largo, redacté una nota respetuosa donde informaba que, lamentablemente, la pila del reloj feo de la sala de espera se había agotado y que, además, como detalle de fina coquetería, deberían conseguir un reloj con segundero, para que no queden dudas. Firmé la nota, puse el teléfono de mi casa y la deposité en el buzón de madera. Cuando salió de la puerta del fondo yo estaba parado, llegó hasta mí con lágrimas en los ojos y un papel en las manos. Con mi gesto intenté preguntarle que qué, que qué, que cómo, pero me abrazó y no me dijo nada. Salimos, ella primero, y me pidió que buscáramos una panadería, que no había desayunado. Allá, sentados, me dijo lo que no me esperaba: negativo, no estaba embarazada, no íbamos a tener bebé. Ella pidió pastel de pollo y tinto, yo pedí pandequeso, buñuelo y café con leche. Me acuerdo muy bien de esa última vez que nos vimos porque me dieron el café con la leche vencida.

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El Sujeto

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Hace más de veinte años nací, vengo creciendo, lucho por reproducirme y todavía no he sabido que me haya muerto.