Desde el 2009, que empezó en
Nueva York, el día sin pantalones se ha vuelto popular en muchas partes del
mundo. Mi ciudad, Medellín, A.K.A Medellin-novation, A.K.A La Más Innovadora, A.K.A
La Más Educada, no es la excepción: Medellín ahora también está sin pantalones,
tomando ejemplo de sus pares en Estados Unidos, Inglaterra, Alemania o Perú.
Este nuevo año, Medellín sin pantalones se va a realizar el 1 de marzo con un
punto de encuentro general, donde centenares de jóvenes van a asistir a
reunirse para demostrar que entre todos, podemos defender el derecho a la libre
expresión.
Todavía no tengo claro cómo
es que una cosa lleve a la otra, pero ellos son jóvenes y locos y algún día van
a tener anécdotas locas para contarle a los nietos resultantes de sus locuras.
Lo que debo rescatar de su iniciativa es el nombre, mejor no lo pudo haber
dicho nadie; Medellín no tiene pantalones, Medellín es una ciudad cobarde,
invadida por el miedo, un sitio que se empeña en mostrar su cara buena, que de
tanto mostrarla ya está gastada. Es una ciudad donde la vida no vale nada,
donde la comunidad no funciona como tal, donde la política es un perro
callejero ciego y la justicia una de sus garrapatas. Si hay una persona buena
trabajando para cambiar la situación, hay siete personas malas vigilándola, otra
que envía amenazas, otra que consigue armas, otra que trabaja matando, otra que
da luz verde y otra que tiene dinero
para mandar a matar.
En más de veinticinco años
que llevo habitando estas tierras no ha pasado un solo día en el que me sienta
seguro. Ni en mi casa, ni en la finca, ni en la calle, ni en carro, ni en
bicicleta, ni en moto, ni a pie, ni con pantalones, ni sin pantalones, ni fú,
ni fá, ni sí, ni no, ni nada, nunca, never. Los recuerdos de mi infancia son
balaceras, casquillos de 38 percutidos, granadas, sangre, no me suelte que se lo roban, no
se meta por ahí que lo atracan, no
vaya por allá porque lo matan. En una sociedad autoreflexiva, en una
comunidad de seres medianamente pensantes, esto no se repite ni en diez ni en
veinte ni en treinta años, pero acá seguimos en las mismas con tendencias a
empeorar.
El tal orgullo paisa es un monumento
a la desfachatez: ¿quién es capaz de sentir orgullo por tantos muertos? De esa
ralea pujante y emprendedora queda muy poco, en vez de aceptar que somos esclavos
de algún hijo de la gran puta, gritamos con la boca llena de babas que somos
gente muy trabajadora. En vez de decir que nos gusta la plata fácil, defendemos
ante el que sea, que llevamos una malicia intrínseca, única e intransferible.
Hay que aceptar que no somos una ciudad innovadora, ni para la vida, mucho
menos cultural, somos ignorantes y arrogantes, somos brutos y viciosos,
defendemos a la Fábrica de Licores de Antioquia de su privatización pero nunca
sabemos qué pasa con la Biblioteca Pública Piloto. Tenemos que dejar de
engañarnos con ese lado positivo de las cosas, porque acá ya no hay de eso, es
mejor mirar lo malo y trabajar por corregirlo, a ver si cogemos verraquera y
nos volvemos a poner los pantalones. Y para los que me vayan a preguntar qué
hago acá y por qué no me voy, la respuesta es simple: ¿por qué no se van
ustedes, hijueputas?