Llega rodando

Esta historia comienza con el sonido metálico de un teléfono color nácar, de disco. En la tarde de ese lunes, un calor húmedo estaba azotando la ciudad, las nubes estaban representadas por unas pequeñas manchitas blancas en el cielo.

– ¿Aló? –contestó amablemente una voz femenina, madura y limpia.

– Buenas tardes… Déjeme le hago una pregunta… –hubo una pausa corta– ¿Beatriz está? –preguntó un hombre con una voz gruesa y potente. Sonaba inseguro.

– Está equivocado… –sentenció la dama.

– ¡Ah!, bueno, gracias y disculpe.

– De nada –sin esperar respuesta, la mujer pone fin a la llamada.

Pero no estaba equivocado. Definitivamente ese era el número que había querido marcar. Alfredo Tobón era un hombre maduro, pasaba de un poco más de los cuarenta años, la alopecia no lo había atormentado, unos hombros anchos y unos brazos fuertes, pero indiscutiblemente una de las cosas que más llamaban la atención en él, era su voz. A los quince años empezó a notar que su voz ya era más ronca que la de todos sus compañeros del colegio, pero no sólo él lo notó: hasta que se graduó del bachillerato recibió innumerables apodos mofándose de su tono, entre ellos, Trueno. Entró a la universidad a estudiar comunicación social y estando en cuarto semestre, vísperas del quinto, el profesor que les dictaba Lenguaje Radiofónico le recomendó cuidar y cultivar la voz, por que “esa voz suena bonito en radio, usted tiene potencial, Tobón”. Desde ahí, Alfredo empezó a buscar opciones para entrar a trabajar como locutor en emisoras de la ciudad, y en su tercer intento consiguió colocarse en una cadena radial romántica, en un programa nocturno. Al final obtuvo su título de comunicador social y dejó de sonar a Leo Dan para ser el locutor de un programa informativo: un noticiero radial en una emisora de más audiencia. Dejó su ciudad y su familia por perseguir su sueño –y un buen salario–, siendo trasladado a la capital, a seguir dirigiendo uno de los noticieros radiales más escuchados en el país. A sus treinta años, repartía su tiempo entre reportería, dirección, co-producción y locución de su noticiero, y, como si fuera poco, Alfredo era voz líder en una orquesta de boleros que estaba empezando a tener auge entre la gente.

Ese lunes, se había sentido especialmente solo. El calor y la falta de contacto humano lo lograron desesperar. Abrió el directorio telefónico y lo apoyó en sus piernas, hurgó ansiosamente varias hojas, pero su cara de decepción fue la misma todo el tiempo. Luego de soltar el directorio en una mesa y enjugarse el sudor de su frente con el dorso del brazo derecho, se dirigió hacia el teléfono, levantó la bocina y marcó con un miedo manifestado en paciencia el número de su desgracia: dos, tres, cero, dos – cero, cero, uno. El sonido intermitente del teléfono le decía que probablemente en unos instantes la voz de alguien aparecería en el otro lado. ¿Los ingenieros no se habrán dado cuenta de que este sonido desespera? –pensó. Cuando una mujer recibió su llamada, Alfredo sintió cómo se aceleraba su ritmo cardíaco y una sonrisita de nervios se asomó en su rostro. Sin saber qué decir, anonadado y sin más recurso que la improvisación, trató de parecer seguro y puso la voz más atractiva que tenía. Cuando colgó el teléfono, estaba feliz, pero nerviosísimo. ¡Era ridículo! ¿Cuántas veces había estado en medio de la selva entre fuego cruzado?, y nunca había temblado tanto. Toda esa tarde y hasta que se durmió, estuvo pensando en esa voz. ¿Los nervios eran normales después de una llamada?, ¿por qué estaba feliz?, aunque se durmió muy llegando la noche, tuvo mucho tiempo para cavilar.

­¿Aló? –otra vez esa voz.

Buenos días. ¿Me puede comunicar con Beatriz? –esa voz gruesa que le gustaba poner.

No, acá no vive Beatriz, señor –dijo con displicencia.

Disculpe, es que… este es el teléfono que me dejaron de ella. Me dijeron que estaba confirmado ya.

Es imposible, acá no vive nadie más que yo, y no me llamo Beatriz –un tanto irritada.

Disculpe si la incomodo, señora, no quiero interrumpirla más, muchas gracias.

De nada.

La que no era Beatriz, tiró el teléfono y al otro lado, Alfredo seguía con la bocina en la oreja y con el pulso acelerado. Definitivamente era ella y no los nervios, porque ahora no estaba nervioso, estaba feliz. Necesitaba echarle algo caliente a la garganta y fue hasta el mini bar de su pequeña sala y se sirvió un trago de aguardiente, que de un envión desapareció. Estaba decidido a llamarla otra vez, precisaba decirle que la quería conocer, que necesitaba de ella. Por ese día dejó de sentirse solo y la compañía de la voz de esa que no era Beatriz, lo tuvo cómodamente dormido toda la noche.

¿Aló? –era ella, sonaba alegre y al fondo se escuchaba un bolero de Ismael Rivera.

Buenas tardes. Mire, yo soy el de ayer, el que llamó ayer –dijo mientras la pena lo dejó.

¡Hola! Sí, le reconocí la voz –dijo con amabilidad.

Qué bien, así me ahorro los rodeos –respiró profundo logrando un silencio dramático y prosiguió. Me interesa hablar con usted, quiero ser su amigo. Le sonará muy raro, pero no busco otra cosa.

No… mire… ahora no es posible. No creo que me entienda pero no es posible.

Yo la comprendo –dijo derrotado. Yo tampoco accedería a darle amistad a cualquier loco que me llame.

No, no es eso –dijo entre risitas.

Mire, hagamos algo. Yo también quiero ser su amiga. Hablemos cuando quiera, pero con una condición: no me cuente nada de su vida y yo no le cuento nada de la mía.

¡Trato hecho! –dijo, enfático, Alfredo.

Ese día con fluidez, hablaron del clima insoportable de la ciudad, de las personas rencorosas, de los esclavos japoneses explotados en las fábricas estadounidenses en la posguerra, de literatura hispanoamericana, del neorrealismo italiano, de Marx y sus teorías económico-políticas, y entre tema y tema se deslizaban con tranquilidad. Por la noche, estaba feliz con su nueva amiga, que ni su nombre sabía, pero que lo hacía sentir cómodo. Durmió pensando en qué temas serían los del otro día. Esa noche, mientras Alfredo dormitaba, la soledad que lo había atacado hacía un tiempo, arregló sus maletas y sin despedirse, se fue.

Cuando trabajaba en el noticiero, mientras estaba en la ducha, el teléfono sonó y con todo el cuerpo enjabonado, salió urgido a contestar. La voz de la fuente le informaba que un teatro se había derrumbado en su ciudad natal. Una cosa terrible. Muchos muertos. Entre ellos, sus papás. Viajó a organizar el sepelio de los dos, con remordimiento de no haberlos llamado ni una sola vez desde que salió rumbo a la capital. Pero ya era tarde. Volvió a sus labores al otro día, y desde ahí, fue un hombre triste. Aunque ahora vivía tranquilo en un apartamento pequeño y subsistiendo de una pensión aceptable, las depresiones se manifestaban frecuentemente.

Su nueva –y única– amiga era demasiado locuaz. La diversidad de temas que habían hablado, pero sobretodo, la profundidad a donde habían llegado era lo que lo tenía sorprendido. Desde que era niño no sentía esa energía extraña en el estómago, esa la gente llamaba amor, la que motivaba un montón de cosas en los hombres. Aunque había sido mujeriego, nunca metía su corazón en donde metía su pene. El tiempo y las circunstancias habían hecho de Alfredo un hombre parco, discreto, callado, misántropo, pero muy amable cuando la situación lo obligaba. Esta vez había tenido la iniciativa de buscar la compañía –telefónica, pero valiosísima– de la que no era Beatriz, había motivado la conversación y no había dejado de hablar. Increíblemente pensaban muy parecido, y aunque no se hubieran revelado ningún dato de su vida, el hombre sentía que la conocía.

¿Alfredo? –contestó ella.

¿Cómo supiste que era yo? –estaba asombrado.

Sos el único que me llama –una risita se alcanzó a escapar.

¿Y por qué no te llaman?

¡Hey! –interrumpió. No rompás el trato. Acordate en lo que habíamos quedado.

Disculpame. Se me pasó –se disculpaba con rabia.

¿Estás ahí? –temiendo que hubiera colgado.

Sí, sí… mejor hablemos de Cortázar. ¿Qué tal Rayuela?

Esa vez empezaron por Rayuela y terminaron discutiendo por unos chinchulines: Alfredo defendía el limón y ella alegaba la pureza del sabor. A excepción de esa, no tuvieron más diferencias en mucho tiempo. Pasaron muchos meses de largas conversaciones por teléfono, y cada vez con tono más personal, incluso de confianza. Arreglaban y descuartizaban el mundo en sus conversaciones. Política, enriquecimiento ilícito, sicología, marcas de máquinas de escribir, cámaras fotográficas, cine oriental. Infinidad de temas, que con el tiempo, se planeaban previamente; se documentaban sobre los tópicos que iban a tratar en cada sesión telefónica y cada vez era una experiencia mejor para los dos.

Alfredo no había cambiado mucho en esos meses, lo único diferente era su condición: ahora era feliz. Ya no tenía esas tardes de televisor, sino que cuando no estaba leyendo estaba discutiendo sobre las cosas trascendentales de la vida de dos personas que no se conocen. Desde que la emisora había tenido que prescindir de sus servicios, había adquirido el mal hábito de la televisión, todos los días se levantaba a las ocho de la mañana y se acostaba a las diez de la noche. Veía dramatizados, documentales y noticieros todo el día, y se dormía pensando en que era mejor acostumbrarse a la monotonía.

Un día hablando con su amiga se tomó el atrevimiento de proponerle algo que lo tenía pensativo hacía días, estaba indeciso.

¿Qué tal si nos vemos? –propuso emocionado. Ya es tiempo. Llevamos más de un año hablando y me va a matar la curiosidad de saber quién eres. No sé si me entiendas, pero te quiero.

Imposible –dijo triste. No hay manera… Habíamos hecho un trato y lo pienso cumplir. Hasta ahora todo ha ido bien, nunca hemos tenido problemas, estamos siendo felices. Lo único que logramos viéndonos es matar toda la magia que nos rodea, es buscarnos complicaciones donde no las hay.

Al menos, saber cómo eres –intentó replicar.

Lo siento. Y te debo colgar. Cuídate –colgó el teléfono.

Alfredo sintió un calor que le podía estallar la cabeza. ¿Cómo era posible tal sentimiento?, ¿se había enamorado de esa voz? Por primera vez en muchos años empezó a llorar. Lloraba y lloraba, gritaba en ocasiones y a veces parecía que se ahogaba. El amor es para machos –dijo–, evocando las palabras que alguna vez le escuchó al papá.

Pasó casi un mes sin hablar con su amiga, que ya ni siquiera sabía si era su amiga, y se volvía a sentir solo. Estaba volviendo a la rutina del televisor. Había decidido desconectar el teléfono ese mismo día que ella había resuelto colgarle. Los primeros días el hombre miraba el aparato, allá en esa mesa, con el cable desenchufado, y se lamentaba. Con el paso de los días, la recordaba menos, y en un mes, el dolor era sostenible. Se estaba curando de amor. Una tarde, en medio de una tormenta, decidió conectar el teléfono. De inmediato empezó a sonar.

¿Aló? –contestó pensando en ella.

¡Hola! –era ella.

¿Qué buscas? –atacando.

¿Aún me quieres conocer?

No. No me interesa conocer un fantasma. Eso eres, o eso eras.

Si cambias de opinión, mañana voy a estar esperándote en el roble viejo que hay en el parque.

¿Y cómo te reconozco? –preguntó interesado.

No vas a tener problema con eso –y colgó.

Alfredo estaba decidido a no ir. Ella no podía jugar son su amor de esa manera. Desde que ella había aparecido en su vida –él la había hecho aparecer– había sido feliz y había sido triste. Hasta que por fin conocí el amor –dijo antes de apagar la luz y dormirse.

Esta historia termina con el sol en lo alto del cielo, sin una sola nube que lo acompañe. El roble más alto de todo el parque está solo debido al día y al clima: un lunes sofocante. A las tres en punto, de izquierda y de derecha, se acercan con paciencia un hombre y una mujer, respectivamente, deslizándose sobre el suelo empedrado del parque en sus sillas de ruedas.

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El Sujeto

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Hace más de veinte años nací, vengo creciendo, lucho por reproducirme y todavía no he sabido que me haya muerto.