Sopla, sopla niña

El frío en la cabaña era casi glacial. Mis guantes habían dejado de calentarme porque el frío los había humedecido poco a poco, ahora tenía mis manos totalmente mojadas. Me saqué los guantes y los tiré lejos –relativamente, porque la cabaña era pequeña. El fuego en la chimenea no era el mismo y desde hacía un rato lo había notado, pero el cansancio y el hambre no me permitían mover ni uno de mis arrugados dedos. Alex estaba cerca, tan lejos como la cabaña le permitía estar, sentada. Hacía mucho rato habíamos dejado de hablar; al principio el silencio era incómodo pero ahora era necesario: si alguno de los dos empezaba a hablar, terminaríamos odiándonos.


El fuego estaba muy débil y apenas se veían unos pocos carbones ardiendo, el resto era ceniza. Ya no quedaba carbón y la leña estaba afuera, con la tormenta de nieve –además a Alex no le gusta que la chimenea tenga leña. ¡Maldita sea!, ¿por qué tenía que ser tan caprichosa? Siempre había pensado lo mismo pero nunca tuve las pelotas para decírselo. Era tan hermosa. Con sólo mostrarte esos pezones rosados, ni tenía que hablar para convencerte de algo. ¡Maldita sea!, ¡por Dios que era caprichosa! Tenía que hablarle, el silencio nos estaba durmiendo y no podíamos dormirnos en esa situación, debíamos buscar calor, por lo menos, hasta que se acabara la tormenta y volar en mi camioneta hacia la ciudad.

- ¿Cómoda? –le pregunté con ironía.
- No empieces con tonterías ahora.
- ¿Tienes hambre, Alex? –bajé la guardia.
- ¡Agradecería tanto una hamburguesa!
- Ya no queda comida. Sólo tenemos botellas de whisky, ¡muchas botellas de whisky! –solté una carcajada.
- Cuando lleguemos a la ciudad, lo primero que debes hacer es decirle a tu hermano que traiga más comida. ¿Acaso no piensa en las tormentas?

Acaso quién sabe cuándo va a llegar una tormenta. Por lo menos yo no supe cuándo me llegó esa tormenta. Fue extraño. Las chicas con que yo acostumbraba salir eran serias, recatadas, sobrias (en el buen sentido de la palabra, porque eran igual de ebrias a mí), pero sobre todo, habían sido mayores. Alex apenas tenía diecisiete y yo era un hombre de treinta y tres, y la edad era lo que menos nos había importado siempre; tengo que confesar que eso fue lo que me atrajo tanto desde que la vi: los locos diecisiete años de aquella tormenta. Eso era lo que me había faltado en los otros rollos pasados, la locura de Alex, esa que me hacía sentir vivo siempre, esas imprudencias que me causaban pena, al principio, pero después me reía horas y horas, a su lado. Con las chicas pasadas la relación era muy lineal: compromiso y sexo. Con Alex, no había absolutamente nada de compromiso, pero sí mucho sexo. Esa niña había resultado ser un carbón hirviente. Llevábamos saliendo hacía seis meses y ya, según su cuenta, había pasado de los doscientos orgasmos conmigo.

El carbón se había apagado completamente. Sólo una pequeña hilera de humo se asomaba de entre las cenizas para avisarnos que ya se iba. Me levanté a intentar soplar el fuego, a remover cenizas a ver si la llama se avivaba, pero era imposible, no quedaba rastro alguno de carbón. El frío estaba insoportable y cada vez hacía más hambre. Alguna vez leí que cuando el cuerpo tiene frío, se debilita y el hambre aparece. Estaba deseando nunca haber leído eso, ya empezaba a preocuparme. Alex se había recostado, estaba durmiéndose.

- Ven, ayúdame a buscar algo para prender fuego, necesitamos calentarnos, ¿quieres? –le ordené, en tono de sugerencia.
- Estoy muy cansada y tengo mucha hambre. No quiero hacer nada –me miró y empezó a hacer cara de cucaracha antes de ser destripada.
- No te puedes dormir, Alex. Es muy peligroso.
- ¿Qué más da?, si ha de cogernos la muerte, ¡que nos coja dormidos!
- No sabes ni lo que dices, niña –le reproché. El frío debió caerte un poco mal.

Ella no dijo nada más y se volvió a recostar. Eso me sacó de casillas.

- ¡Mierda! ¿Pero es que te quieres morir? –le grité.
- Daría lo mismo –dijo entre sollozos. ¡Y no me hables de esa manera! –pronunció la última palabra y se echó a llorar.
- No me vas a comprar con ese llanto otra vez. No otra vez.

Me levanté hacia el estante del whisky y procedí a calentarme un poco. A decir verdad, lo que quería era emborracharme. La vida, cuando uno está borracho, es menos cruel. Me serví un chorro largo en un vaso grande, el whisky llegaba al borde. Me lancé un trago. Después otro. Luego, otro. ¡Listo! El vaso estaba vacío. Y, efectivamente, todo se hacía menos cruel. La vida tiene mucho peso para una sola persona, y cuando una segunda persona no te ayuda, es mejor buscar que las cosas dejen de pesarte tanto. El whisky me relajó y pensé mejor las cosas.

- ¿Quieres un poco de whisky? –carraspeé la garganta y le pregunté, con la voz más suave que tenía.
- No quiero nada. ¡NADA que venga de tu parte! –me gritaba mientras el llanto le dejaba.
- Siempre sales ganando, linda. Está bien, ¿me perdonas? –mientras me acercaba con un vaso de whisky a medio llenar, para ella.
- Sólo si prometes no volver a gritarme.

La tomé por la cara, suave y cariñosamente, le limpié las lágrimas con mis pulgares arrugados y la besé en la frente. Después le di un beso en la mejilla, y antes de yo darle un beso en la boca, ella agarró al Capitán Jack. Su lengua estaba inspeccionando cada milímetro de mi boca. ¡Un carbón hirviente esa niña! Me miró a los ojos, diciéndome con los suyos, que la montara. Se tomó el whiskey que le había servido de un solo trago y tiró el vaso cerca –tan lejos como la cabaña le dejó. Me tiró al suelo y empezó a quitarse su abrigo. Los pechos de toronja habían salido a ponerle un toque de calor al frío.

- ¿Pero qué estás haciendo? –reviré.
- ¿Cómo quieres que lo hagamos, entonces? –soltó una pequeña risa burlesca.
- Te puedes enfermar. Yo no me voy a quitar mi abrigo.
- ¡Pues te lo quito yo!, ¡deja de pensar tonterías y dedícate a disfrutar, amargado! –mientras me dejaba sin abrigo.

El piso estaba muy frío, entonces decidimos tirarnos sobre la ropa, pero rodamos y rodamos por toda la cabaña, como cerdos en el fango. ¡Un carbón hirviente! Siempre era igual.
Tomamos tanto whiskey entre sesión que cuando me desperté, con ella al lado, el dolor de cabeza me gritaba que dejara el alcohol. Vomité un par de veces en el tapete de la cabaña, nada especial, whiskey y un poco de atún, lo único que habíamos alcanzado a comer antes de entrar a la cabaña. Afuera no había ya rastro de tormenta, y mientras me vestía, Alex se estaba despertando.

- ¿Ves que estaríamos bien si nos quitábamos los abrigos? –me reprochó con cierta risa.
- Tuvimos mucha suerte. La tormenta parece haberse calmado hace horas. ¿Cuánto pudimos haber dormido?
- Lo suficiente como para querernos ir de aquí. Ya mismo me visto.

La dejé en toda la entrada de su casa. Estaba despeinada y no se había querido maquillar antes de salir.
Al bajarse de la camioneta, me besó en los labios.

-¿Me vas a llamar? –preguntó, cerrando la puerta.
- Claro que te llamaré.

Vi cómo movía sus nalgas hacia la puerta, puse el cacharro en marcha y doblé esa esquina de la calle Thompson sabiendo que no lo haría.

Sopla, sopla niña.

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El Sujeto

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Hace más de veinte años nací, vengo creciendo, lucho por reproducirme y todavía no he sabido que me haya muerto.