Otra típica historia de amor

Escrito el 12 de septiembre de 2007.

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Esta es otra de esas historias donde un hombre mata por amor. La típica historia donde un hombre conoce a una mujer en un bar, se atraen, se besan, se acuestan, se separan y alguno de los dos muere.

Él era Romeo…sí, como el de Shakespeare. El enamorado. Pero no, éste no era tan enamorado. Éste era más bien poco interesado en esos ‘asuntos del corazón’, como le llaman ahora. Hasta sus veintidós años, pudo contar el número de novias que tuvo, en una sola mano. Era bastante tranquilo, paciente y, bueno, porqué no decirlo, pendejo. No era virgen, de milagro. Dos veces había tenido sexo: una con su vecina, la puta, y otra con su última novia, la que le duró tres largos años, hasta los dieciocho, la gorda; que accedió a acostarse con él después de que siempre le dijo que se quería conservar virgen hasta el matrimonio…una semana después de que terminaron, a mí me dijeron que ella le había sido infiel los dos últimos años, con un primo paterno.

Después de la gorda, tuvo un año en que no intentó conseguirse a nadie. Siempre que salíamos por ahí, yo, desde el principio, separaba mi presa. Una noche, recuerdo bien, cuando nos sentamos en una mesa que estaba en un rincón de un garaje decorado con unos trapos de colores, que le llamaban ‘bar’, yo vi un par de mujeres hermosas que estaban en el otro extremo del ‘bar’ y de inmediato me pedí la de la izquierda. Rubia, con unas piernas hermosas, un trasero monumental y un rostro al menos aceptable. La de la derecha, por ende, era la de él. Pelirroja, algo rellenita, no muy curvilínea, pero eso sí, su cara era tan perfecta, que nada de lo otro importaba. Si estaba mal vestida, nadie se fijaba en eso. Si le faltaba una mano, ¿qué importaba?, ¡con ese rostro, lo tenía todo! A Romeo no le molestó que le hubiera tocado la del rostro, de todas formas sabía que, con esfuerzo, lo máximo que le iba a sacar, era el nombre.

Llamamos al tipo que atendía, le pedimos dos Pilsen, y le dijimos que mandara dos de las mismas para la mesa de nuestras presas. Listo, estaba montada la carnada en el anzuelo, sólo faltaba que las sardinas se la comieran.

A los pocos minutos recibimos la noticia de que las damas no se habían resistido a nuestra fina coquetería y que querían hablar con nosotros. Celebramos muy disimuladamente nuestro gran triunfo: dos gordos habíamos logrado ligar con dos…bueno, ¡mujeres!

Tranquilamente y sin demostrar ansiedad, nos paramos de la mesa, cogimos nuestros celulares, yo cogí una caja de chicles que había dejado encima y dimos el primer paso juntos. El segundo paso lo di yo solo, él, se quedó pasmado…no creía. No quería, pienso yo. Llegué a pensar, incluso, que era gay. Lo empujé suavemente, con un movimiento sutil, sin que ellas notaran el freno de mano de Romeo, y creo que lo logré, porque empezó a caminar más rápido que yo. Lo alcancé y le advertí con un guiño de ojo, que esa noche nos comportaríamos mal.

Llegamos a su mesa, nos presentamos: Rubí y María. Izquierda y derecha, respectivamente. Yo de una vez tomé rumbo hacia donde Rubí, la de las piernas hermosas. Resultó siendo como yo quería: hueca por dentro y aceptable por fuera. A Romeo no le fue tan bien, María resultó siendo una pseudo-intelectualoide que no paró de hablar de libros de literatura hindú y marroquí. Mientras escuchaba hablar a María, tomaba grandes sorbos de la botella de ron que habíamos mandado traer al tipo que servía licores.

A las alturas de la madrugada, yo estaba cogido de mano con Rubí, ella era de costumbres sencillas. Romeo, con María supremamente borracha, no sabía qué hacer. Ella no estaba acostumbrada a tomar, según me contó su amiga, mi ligue…entonces, bueno, las consecuencias hablaban por ella: dos botellas de cerveza quebradas, un poco de vómito aquí, otro poco allá…lo normal.

Les propuse ir a un hotel a pasar la noche, estaba lloviendo y el que servía los tragos estaba echándonos. Rubí, como vocera de las dos, aceptó. Para sacar a María del ‘bar’ se necesitó de un milagro y de un taxista colaborador. Entre Romeo y el taxista, la embutieron como pudieron en el taxi, luego entré yo, después mi Rubí, y adelante, como El Pendejo, Romeo.

Llegamos al hotel. Pedí una habitación de cama doble. ¿Tacaños?, sí. Subimos, nos acomodamos como pudimos y ¡a lo que llegamos! Él con María, la borracha, el ente alicorado, y yo con esa máquina sexual en potencia. Romeo, tirado en el suelo ayudando a vomitar a su ebria compañía. Yo en la cama desvistiendo a Rubí… La noche estuvo genial, para mí, al menos. Me fui del partido con cuatro goles. Cuatro a cero. No sé la noche de Romeo y María cómo fue, sólo estoy seguro de que los vi sin ropa en la mañana. Según él, dos días después, no era amor…pero la llamaba todo el día. Ella, nunca le contestó. Él decía que de la borrachera, había apuntado mal el número en el celular…pero yo estoy seguro de que lo hizo bien. En total, ni él ni yo, volvimos a saber de nuestras damas, aunque Romeo aseguraba cada sábado, que las había visto en la barra de tal sitio, que estaba seguro.

Desde ese día, cada fin de semana, me insistía en ir a cualquier lugar donde pusieran música y vendieran cerveza; incluso, cuando yo no tenía ni un peso, él pagaba todo lo que yo pudiera tragar sólo por conseguirle el número de teléfono de la que él escogiera a dedo. Varias veces lo hice: me iba para la barra solo toda la noche y los dejaba solos. Él se perdía con unas, con otras no, y al otro día me contaba su aventura o su desventura. Generalmente nunca pasaba nada. Unos besos, sexo y pare de contar. Nada extraordinario.

Una vez me llamó un domingo a las seis de la mañana. Que se había enamorado. Que había conocido a una nena maravillosa, después de la que yo le había presentado, que ella había pagado, que se habían entendido a la perfección. Se habían besado camino al hotel, donde siempre íbamos, y habían hecho el amor por cuatro horas seguidas, sin parar. Y que, había hecho una llamada al teléfono que ella le había dado, y ¡había sido el correcto!

A los tres días, no sabía nada de ella.

Al siguiente fin de semana, me pidió que saliera con él de nuevo, de conquista. Yo, la verdad, estaba cansado. Siempre lo mismo, me dejaba esperando en la barra, y aunque podía tomar lo que yo quisiera, no me divertía. Ese fue el último día que salimos. Yo le empecé a sacar excusas tontas después para que entendiera, de buena manera que no quería volver a salir con él en ese plan. Esa noche conocimos dos mujeres hermosas. Eran de Argentina. Dos esculpidas, altas y lindas blancas. Elena e Isabel. Argentina 1 y Argentina 2. A estas alturas del partido era él quien escogía, se había convertido en todo un artista. Ni yo, en mis mejores tiempos, lograba alcanzar lo que Romeito, el niño de mami, podía alcanzar.

Pero como todo en exceso, cansa. Quería estabilidad. Un día, me contó, en medio de una sesión de sexo loco y desenfrenado con una de sus conquistas, le dijo que le pagaría lo que fuera a la que le diera estabilidad…y como era de esperarse, ella se espantó, se vistió y se fue. Y bueno, creo que desde eso, cogió como costumbre, empezar a buscar esa maldita estabilidad. Ese…ese fue el error.

Hace dos semanas, estuve hablando con él seriamente sobre ese asunto. Me preocupaba que ya no saliera de su casa. De cuando en vez entraba mujeres a su cuarto. De un momento a otro empezó a comportarse tan raro, que en serio, como su mejor amigo, me preocupé. Un día lo llamé y lo cité para qué después de almuerzo, saliera de su cuarto, tomara aire, y llegara a mi casa. Romeo cumplió. Llegó organizado, como si estuviéramos a punto de salir de conquista, como hace buen tiempo ya, lo hacíamos. Empecé mi perorata con el siguiente asunto: ¿cómo es que tan viejo ya, casi un cuarto de siglo, y se viene a preocupar por una insignificante estabilidad emocional?... me respondió con un cuento moral, que viniendo de él, ateo e incrédulo, me extrañó. Continué preguntándole porqué había dejado de salir. “Cansado hermano…cansado”, y claro, lo comprendo, yo tuve un tiempo igual, y me cansé…pero como soy un hombre, me aguanté y seguí saliendo. En eso, nos demoramos un cuarto de hora…el resto del día, nos lo gastamos al frente del televisor. Videojuegos…cosas de hombres. Entre palabras necias, me dijo que lo que buscaba en esa estabilidad, era encontrar el amor…pero no el amor que todos pensaban encontrar alguna vez en su vida, sino El Amor. Su Amor, el más difícil de encontrar. Que no me lo sabía definir, pero que estaba seguro de que existía. Le pedí que me lo describiera, al menos para saber lo que tenía en esa cabeza y me dijo algo como “el tiempo se detiene, nada se escucha, todo se vuelve blanco y la perfección y la eternidad, se unen y te poseen”…fue un momento tan poético, que sólo con una carcajada mía lo pude romper. Era ridículo que algo así existiera. Y la otra frase que saqué de entre ese basurero de palabras fue “el partido se termina, cuando se termina”…

El miércoles pasado, le dije que se preparara, que el sábado teníamos que salir. Que nos íbamos de conquista. Que alistara la mejor pinta y la mejor verbosidad, porque seguramente nos devolveríamos varios meses. Le dije que me esperara a la salida de su casa, que yo pasaba a eso de las ocho…ocho y treinta…nueve…diez, quién sabe, pero que pasaba. Pasé. Estaba allá. Cumplido, como sólo podía ser Romeo.

Llegamos al ‘bar’, a la mesa del rincón, donde ya había menos luz y menos atención que la última vez. El mismo tipo que atendía, pero más flaco. Ese negocio estaba por cerrar, seguro. Al fondo, en la mesa del otro extremo, dos nenas sentadas y solas. Ya nos sabíamos la rutina. Yo simplemente los dejaba solos, de pronto me iba a hablar con cualquier otro tipo solo, de fútbol, de reinados, de política, y a eso de la media noche, me iba para mi casa. Y bueno, no cambió mucho, así fue. A las doce, me despedí de él con un gesto disimulado, y me fui. Nunca había dormido tan a gusto…había ayudado a mi mejor amigo. Romeo ahora, y yo estaba seguro de eso, había salido de su crisis. A las tres de la madrugada sonó el teléfono. Era Romeo, lo sabía, por eso contesté. Aún estaba dormido, pero recuerdo que me dijo algo sobre haber encontrado esa sensación que me había descrito antes sobre el amor, esa tranquilidad, esa sensación de paz, esa unión entre perfección y eternidad. Le colgué con un “mañana hablamos”. Reacomodé mi almohada, le di dos, tres o cuatro golpecitos para que las figuras que había hecho antes, se restablecieran. Apenas volví a poner mi cabeza en la almohada, quedé profundo.

Y bueno, hoy me alegro mucho por la buena acción que hice, porque de alguna manera extraña, hice que Romeo, encontrara Su Amor. Ayer, domingo, una vecina avisó a la policía que en las horas de la madrugada había escuchado ruidos en el apartamento del lado. Cuando después de mucho tocarle la puerta, la forzaron, entraron al apartamento y lo encontraron muerto, sin un trozo de cabeza, con un arma de fuego en una de sus manos, pero con un gesto inigualable por algún vivo, hasta hoy. El pedazo de boca que se le reconocía, dejaba ver un esbozo de sonrisa y el ojo que le quedó abierto, lo dejó totalmente blanco. Eso es felicidad. Eso es amor.

Nadie ha llorado su muerte, nadie tiene porqué llorar su muerte. Murió feliz. Murió por amor.

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El Sujeto

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Hace más de veinte años nací, vengo creciendo, lucho por reproducirme y todavía no he sabido que me haya muerto.