Una corrida de exhibición

Gabriel llegó a esa zona a las ocho, justo como se había acordado una semana atrás. Apagó el carro y prendió las luces estacionarias. Su mirada saltando de un lado a otro demostraba nervios. Rectificó la dirección de la casa en un papelito que sacó de la gaveta del taxi. Hacía frío y cuando respiraba, el vapor de su boca salía en forma de humo que se dispersaba en el aire rápidamente. Con los ojos entrecerrados, Gabriel intentaba buscar la puerta verde con dos arbustos, pero la noche estaba oscura y la iluminación de esa calle no daba para mucho. Unos segundos después, una luz exterior que encienden, llamó su atención. Ahí era. El paciente está listo –pensó. Con las yemas del pulgar y el índice derechos, sobó la imagen de la Virgen del Carmen que colgaba del retrovisor, se santiguó con esa misma mano y puso el carro en marcha. Cuando llegó a la casa de los arbustos y la puerta verde, ahora con luz encendida, tocó la bocina un par de veces.

De la puerta verde que se abría, salió un hombre joven, alto, delgado, pero para nada lánguido, al contrario, con mucho estilo en sus ademanes y en la forma de caminar.

- ¿Gabriel? –preguntó mientras se acercaba al taxi, con una maleta colgada en su hombro.
- El mismo –se mostraba tranquilo pero estaba muy nervioso. El hombre abrió la puerta derecha de atrás.

Metió su maleta.

- ¡Pero siéntese adelante, acá es mejor! –replicó Gabriel.
- Yo me siento mejor acá, hombre, en serio –dijo con un deje de desconfianza.

Gabriel puso en marcha el carro y tomó salida a la avenida. Cerró todos los vidrios del taxi desde su puesto y prendió la calefacción a mitad de potencia. El hombre allá atrás se entretuvo unos momentos leyendo unos papeles que había sacado de su morral. Cuando se dio cuenta, estaban tomando rumbo a la salida de la ciudad.

- Disculpe, Gabriel, ¿dónde queda la fundación? –intrigado.
- Pues la sede principal queda en el centro, allá tenemos unas oficinas. Pero el evento mañana es en una finca pequeña, usted me entiende, ¿no?, necesitamos corral y espacio suficiente para el público.
- Sí, sí. Ya entiendo. ¿Y en qué parte queda la finca?
- Por esa fábrica de papeles que hicieron nueva. Esa es la entrada. No se preocupe…
- …Federico –interrumpió el hombre.
- …no se preocupe Don Federico –retomando.
- No estoy preocupado, sólo intento organizar mi tiempo. Ya sabe que tengo que estar concentrado y me toca prepararme unas horas antes del espectáculo.
- En cuestión de media horita estamos tocando tierra.

Gabriel miraba constantemente a Federico por el retrovisor. Lo notaba tenso y eso le duplicaba sus nervios. Mandó su mano derecha debajo de la silla y sacó dos discos compactos. Metió uno de esos al reproductor, buscó la pista trece y la voz de Peter Breisch se empezó a escuchar en el carro.

- Gabriel, ¿le puedo pedir un favor? –habló suave y calmado.
- Sí, claro, dígame nada más.
- Es que Peter Breisch me parte los huevos, ¡y no quiero ofender! –recalcó.
- Tranquilo don Federico, acá se escucha lo que usted diga, para eso me pagan. ¿Qué quiere escuchar? –apagando el reproductor.
- Preferiría no escuchar nada, si no le molesta.
- A mi no me molesta nada –y esbozó una sonrisa que el hombre de atrás vio por el retrovisor.

Después de estar en carretera por unos minutos, Gabriel tomó curva a la derecha, por una entrada muy discreta, con unas ramas secas que intentaban taparla, pero que el carro destrozó cuando las pasó.

- ¿Y la fábrica de papel? –intrigado, preguntó Federico.
- Yo me conozco todos los desvíos de este terreno, yo trabajo por acá hace tres años ya. Acá cruzamos dos minutos esta trochita y coronamos.

El hombre atrás asentía con la cabeza, aprobando el comentario de Gabriel, mientras tomaba su mochila y sacaba de nuevo las hojas. Las miraba pero la luz de esa noche no veía mucho.

- ¡Está como retiradito de la civilización! –dijo el de atrás, dejando ver afán.
- ¿Alcanza a ver esa luz? –señaló Gabriel con la mano derecha un punto iluminado al frente de la trocha, no muy lejos de donde estaban.
- ¿Ahí es?
- Ahí nos esperan.

Gabriel aceleró bruscamente y en pocos segundos estaban al lado de un reflector que les daba en la cara, obstaculizando su visión. El taxi paró su marcha de un solo frenazo, y por derecha e izquierda se subieron dos hombres. Inmovilizaron a Federico con una soga larga que Gabriel les pasó, le taparon los ojos con un dulce abrigo, y entre carcajadas y celebración el taxi emprendió marcha. Llegaron a un terreno baldío desde donde se podía ver la ciudad vomitando toda esa luz que la enfermaba. Entre los tres bajaron a Federico y uno de los que se había montado al carro en la trocha empezó a silbar. De los alrededores fueron saliendo siluetas de hombres con cuernos, que se distinguían perfectamente a contraluz de la ciudad, a pesar de la noche tan oscura. De un momento a otro, quince tipos sin camisa y con máscaras de toros, estaban rodeando a Federico. Cada uno gritaba cosas diferentes, unos le escupían en la cara. Él todavía no podía ver. Gabriel le quitó el dulce abrigo de los ojos y mientras intentaba reconocer las siluetas, empezaron a golpearlo: de uno en uno, cada quién respetándose su turno. Después de la paliza, un hombre grande con máscara de toro se acercó y lo despojó de su ropa. Lo tiró al suelo y empezó a reírse a carcajadas. Le pegó una patada en la boca del estómago y todos gritaron Olé. En coro.

- ¿Con que muy respetado? –gritaba el gigante de la máscara. Lo pateó.
- ¡Olé! –gritaron todos en coro. Federico se retorcía en el suelo frío y húmedo.
- ¿Todo esto es por que soy torero? –dijo desde el suelo con esfuerzo.
- Eras –dijo el hombre de la máscara y después se echó a reír a carcajadas. El gigante lo agarró del pelo y lo puso de rodillas, luego le envió un golpe con su puño cerrado por un lado de la cabeza que lo tumbó al piso nuevamente.
- ¡Olé! –gritaron todos en coro, después se rieron.

El gigante de la máscara de toro se apartó. Llegó otro enmascarado, un negro de estatura normal pero muy musculoso. Levantó a Federico de sus manos amarradas, lo arrodilló, luego boca abajo. Otro con máscara de toro y sin camisa, le pasó un bulto colorido que él, desde el suelo, reconoció: banderillas. El que sometía a Federico empezó a clavarle las banderillas en su espalda. Lentamente, con mucho esmero. Cuando hubo terminado, todos empezaron a aplaudir, festejaban. ¡Olé! –gritaron todos en coro. El mismo de las banderillas, le lanzó un frasco de plástico transparente de tapa blanca. Destapó el frasco y vació todo su contenido en la espalda herida. Federico se retorcía y mientras más se movía más daño le hacían las banderillas.

- ¡Hijueputas, qué me echaron! –gritaba desesperado mientras los de las máscaras de toro se reían y aplaudían.
- ¡Sufrí, eso, sufrí!, y esperate que ya viene lo lindo. Ya vamos a terminar la corrida –gritó un enmascarado.

Se quedaron todos viendo a Federico y celebrando cada quejido que salía de su boca. La sangre ya le rodeaba el torso. De tanto dolor estaba quedándose inconsciente. Sus ojos se estaban cerrando. El aire cada vez le quedaba más difícil de inhalar. Sentía al menos dos costillas rotas y su rostro entumecido.
¡Llegó la hora de la fiesta compañeros! –gritó un enmascarado con voz de adolescente. Se acercó a Federico, sacó una navaja de su pantalón y con mucha destreza le cortó las dos orejas y se las entregó a otro enmascarado que tenía una almohadilla roja con remates dorados. Los gritos de Federico debieron haberse escuchado a kilómetros. ¡Olé! –gritaron todos en coro. El mismo enmascarado sacó una candela y la accionó cerca a la espalda de Federico. La llama tocó la espalda y en cuestión de segundos estaba el cuerpo totalmente en llamas. Los gritos de Federico cesaron. Ahora estaban rodeando una fogata que de vez en cuando se movía, o al menos lo intentaba. Dos enmascarados que estaban cuidando la almohadilla con las orejas estaban destapando una botella de ron. Mientras uno acomodaba los trofeos en una cajita de vidrio el otro servía licor en vasos plásticos y los repartía.

- ¿Y quién se las lleva hoy?
- Estas son tuyas, la vez pasada me las llevé yo.

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El Sujeto

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Hace más de veinte años nací, vengo creciendo, lucho por reproducirme y todavía no he sabido que me haya muerto.