En el recorte de periódico que guardo
sin fecha pero marcado como la primera reseña de la noticia, aparecía en pocos
renglones en la penúltima página, a modo de curiosidad. «La casita está
ubicada en el sector de La Chispa, en Guañaral, y su dueño, un adulto mayor de
escasos recursos, asegura que hay una gotera que cae al techo (…)», dice. Lo leí por primera
vez un domingo en la mañana, pasé los ojos por encima y no terminaba de
asimilar la carga de obviedad en la nota. Recuerdo bien que me preguntaba una y
otra vez entre sorbos de café y búsqueda de palabras para rellenar el
crucigrama si era raro que una casa tuviera goteras, sobre todo la de un
anciano pobre. Si yo fuera gotera, ése sería el perfil común en mis víctimas.
Solo pensé mal del periódico y supuse
que se habían quedado sin material y necesitaban rellenar. Pero una semana
después, otro domingo, llegó la confirmación de lo que yo había obviado;
mientras el calor hacía de las suyas y yo de las mías con el almuerzo, en el
noticiario anunciaban que en el sector de La Chispa, en Guarañal, un viejo tenía
un problema que no habían podido resolver. Después del vendaval que había
derribado árboles y techos, su casa habría quedado con varios huecos, tanto en
paredes como en el techo. Llegaron las ayudas para la comunidad por parte de
varias empresas privadas del país y a don Roberto le dieron mantas, almohadas,
comida y material para reparar los daños. El techo, que antes era de madera y
plástico, pasó a reforzarse con latas en algunas zonas. Una de esas zonas, una
esquina trasera del techo le reveló la situación: se sentía un golpe de vez en
cuando. No muy duro, no muy suave, no muy constante pero tampoco muy
esporádico, casi rítmico pero era imposible esperar lo suficiente como para que
llegara el siguiente. Una inspección más detallada le hizo notar que la lata
estaba húmeda, había alguna gotera que provenía de algún lugar.
Lo primero que hizo don Roberto fue acusar
al viejo naranjo que reposaba en el solar, era el único capaz de contener
líquido en algún lugar y luego soltarlo en un solo punto. Una tarde, mientras
el sol bajaba, lo taló. Pero el problema se hizo más grande, esa noche se hizo
misterio cuando en medio del silencio, se volvió a sentir. Don Roberto dejó que
pasara la noche y en la mañana, temprano, acudió al primer profesional que tuvo
a la mano. El cura del pueblo salía esa tarde ante las cámaras de los
noticieros a decir que por primera vez en La Chispa, estaba ocurriendo un milagro:
un verdadero milagro. El mismo tipo, que por lo fugaz del tiempo y el deglutir
del almuerzo no pude saber cómo se llamaba, afirmaba que eran las lágrimas del
Padre, que el creador lloraba por los pecados de Guarañal. A parte de
pintoresca, la escena me parecía llamativa y me convenció de que estaba pasando
algo raro. Desde ese almuerzo, desde ese domingo, estuve pendiente en
periódicos y programas de noticias, a ver si aparecían noticias de don Roberto
y su gotera.
No fue difícil, no estaba solo, la
prensa nacional me acompañó hasta el final y, gracias a ella es que todavía no
puedo entender qué fue lo que pasó. Al caso de don Roberto le hicieron decenas
de entrevistas, notas, documentales y hasta libros de ficción, tuve mucho
material para estar al tanto de su casa, de su vida, de su gotera. Salió por
tantos canales que no supe cuántos, hasta la prensa internacional supo su caso.
Fue ahí cuando se enredó el asunto. Después de que el párroco dijera lo que
dijo, El Vaticano se pronunció en una carta que concluía con que no se podía
hablar de milagro sin peritaje. El peritaje llegó y no concluyó nada, era agua.
¡Agua bendita!, se apresuró a
declarar el curita. ¿Quién la bendice?,
preguntó un científico ateo. ¿La NASA?, se preguntaba la prensa. Después del
debate de cada teoría que se presentaba en radio, televisión y prensa, el
asunto pasó a manos de la ciencia. Un instituto técnico de una ciudad con
muchos recursos destinados al desarrollo científico, se ofreció a estudiar el
caso de don Roberto y su gotera.
Lo primero que descartaban era la
presencia de algún rastro de divinidad, era agua pura lo que caía del cielo.
Caía del cielo, porque no era ningún avión, no pasaba ninguna ruta por ese
lugar; no era el satélite ruso descongelándose, ni la visita de los
extraterrestres. Tampoco podía ser un animal o una nube, porque en ambos se
presentarían cambios en el patrón. Solo había descartes, no presentaron
teorías. Después de no sé cuántos meses de estudio y de agotar los recursos que
habían destinado a sus fines, el instituto técnico extranjero concluyó que, al
no concluir nada, lo único que podían determinar era que había un escape en el
espacio-tiempo en algún río y empataba justo sobre la casa de don Roberto, pero
no había rastros ni sedimentos de algún tipo para ubicar su procedencia. Con
esa conclusión se concluyó el interés de la prensa, y por ende de la ciencia y
del público.
Con las pocas reseñas que se le daban al
caso ya me estaba quedando sin material, pero no sin interés. Yo mismo sacaba
mis teorías. Estaba convencido de que había algo más en todo esto, no podía
caer agua así sin más ni más. Otro humano debía estar implicado en el asunto,
tal vez un enemigo muy inteligente de don Roberto, un aspersor poderoso
disparando agua desde otro predio. Pero eso no explicaba la trayectoria
vertical de la gota. Eso fue lo único que no pude explicarme. Don Roberto y su
gotera tuvieron buenos días, la fama y el éxito que alcanzaron se comparan con
el de algún presidente o una estrella de rock, el viejo nunca dejó que se
metieran a su casa y al final, no quiso salir de ella. Aprendió a convivir con
la gotera, supongo. Aunque se quiso deshacer de ella porque cambió el material
del techo. Usó las viejas mantas que donaron después del vendaval y, aunque ya
no sonara, la gotera no se iba. Las mantas mojadas salieron en las fotos de un
reportaje que publicó un periódico local, éste sí lo conservo con fecha, el diez
de marzo de mil novecientos noventa y seis. Domingo.
Se supo que don Roberto se volvió
huraño, no quiso volver a dar entrevistas, se mostró incluso agresivo con unos
periodistas del hermano país que vinieron a buscarlo para una entrevista. Cuentan
ellos que la casa sigue intacta y que la gotera parece más lenta, los pocos
minutos que pudieron estar ahí notaron que no era tan fluida como solía ser
hace unos años, cuando vinieron por primera vez a relatar el suceso. La semana pasada,
el domingo, salió por la prensa una nota corta de algunas líneas en la
penúltima página mencionando la penosa muerte de don Roberto. Había fallecido
entre basura y malos olores, en su casa, en la casa de la gotera; solitario y
desahuciado. La nota se publicaba con el fin de ubicar a los herederos, pues se
conocía que en vida habría engendrado a dos varones. ¿Cuánta suerte hay que
tener para encontrarse su propia gotera?
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