La bella y hermosa Jeanne

Acostada en su cama, se miraba al espejo y lloraba, desconsolada. ¡Era hermosa!, pero no lo suficiente. Sentía, al mirar en el reflejo que daba el artefacto con marco de plata, que era eso lo que le restaba belleza, que el espejo era un invento que se robaba la belleza. Lo lanzó contra un muro, el fino artefacto se alejó rápidamente de las delicadas manos de la doncella y fue a parar, hecho añicos, en un rincón de la habitación.
Jeanne se levantó de su lecho, se miró los pies, descalzos y libres de pintura de uñas. ¡Eran perfectos!, pero no lo suficiente. Recogió escupas, tal como había visto hacer a su padre, y lanzó un escupitajo a los dedos. Continuó en llanto unos segundos.  Caminaba de un lado a otro, sin atreverse a mirar el espejo de la pared que, años antes, era su mejor amigo. Se repetía en la mente lo mucho que la afectaba haber comido en la vida, era delgada, pero no lo suficiente. Era eso. Se acercó a la campanilla, tiró un par de veces de la cuerda y en unos segundos llegó la servidumbre. Les dejó claro que no quería volver a recibir alimentos, nunca más. Se retiraron sin chistar.
A solas, de nuevo, Jeanne se deshizo de sus prendas. Lentamente pero sin ir a rozarse demasiado, sin caer en tentaciones pecaminosas, sin volver a sentir que la piel se le eriza de solo pasar los dedos suavemente por la parte intocable, aquél rinconcito innombrable que se usa para una, si mucho, para dos cosas en la vida. Sin el montón de tela encima, siente el clima templado y la suave brisa que alcanza a colarse por alguna rendija de la puerta. Agacha la mirada y alcanza a ver los pezones erectos, apuntando a las doce, rosados, rodeados de carne firme que forman un busto hermoso, ¡eran perfectos!, pero no lo suficiente.
No le bastaba con recibir decenas de peticiones al día por parte de pretendientes de todas partes de Europa, tampoco con la opinión de su padre, Gran Señor de Le Mans, y menos con la de las decenas de criadas que tenía a su servicio, que coincidía en afirmar su deslumbrante belleza. La consolaba mucho, eso sí, la fama que había adquirido en las fiestas sociales, se decía que era la doncella más hermosa y mejor vestida en muchas leguas a la redonda, levantaba la envidia de todas las mujeres del lugar. De cualquier manera, no era suficiente.
Con un colorete italiano empezó a delinear algunas curvas pronunciadas, auxiliada por el reflejo del espejo del muro, de ese, ahora enemigo, que solía ser bueno con ella. Marcaba unas partes de su cara, repasaba las mejillas, tachaba algunas costillas que se notaban sobre la piel, llegaba hasta unos puntos alcanzables en la espalda, algo de rojo en las piernas, en los brazos, tachó casi todo en los pies, algo de las manos, y listo, tenía listo su mapa.
Sacó un cuchillo de la cómoda Luis XIV y, con paciencia, delicadamente, con ayuda de su, otrora, buen amigo, procedió a cortar las partes que sobraban. Arrancaba algo de carne de allí, de más allá, luego allí arriba, un poco más, algo de abajo también, adelante y atrás, raspaba los huesos que se negaban a salir de su lugar. Después de pulirse un buen rato, pensó que no era suficiente. Se deshizo de diez costillas, luego sacó el hígado y un pulmón, cuidadosa de no ir a estropear nada allá adentro. Luego del trajín, culminó, extenuada. Se limó las uñas, se las pintó de rojo, esperó a que se secaran, se maquilló la cara con sus polvos de la India y su infaltable colorete italiano. Se acostó a reposar, de nuevo, pensando que el dolor nunca podía ser un obstáculo para la belleza, ¡era hermosa!, pero no lo suficiente…

2 comentarios:

Nataly Bustamante dijo...

Excelentísimo, mi Don.

El Sujeto dijo...

Honor que me hace, Doña Autoridad!

El Sujeto

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Hace más de veinte años nací, vengo creciendo, lucho por reproducirme y todavía no he sabido que me haya muerto.