Las palabras mágicas

Desde el principio de la fiesta el pequeño se mostraba reticente. Antonioli lo podía notar, desde un rincón del jardín, mientras descargaba todo lo necesario de su Renault rojo para el show que estaba próximo. La música infantil sonaba por dos parlantes medianos, pero no apagaba el ruido producido por los niños. Miraba cómo el infante rechazaba con los peores gestos cada obsequio que le llevaban. Rechazó, también, el gran trozo de torta que la mamá le ofreció. Un público difícil, ¿eh?, pensó, antes de comenzar a organizar todos los cachivaches mágicos en el centro del jardín. Por último sacó su sombrero de copa y fue hasta donde la organizadora de la fiesta.

            ―Doña Beatriz, necesito que me facilite un espacio para poderme poner el traje, por favor ―se dirigió a ella, enseñándole el sombrero con una mano y una bolsa en la otra―.          
            ―Claro, don Antonioli, dígame no más lo que necesite y lo tiene.
            ―Bueno, si le soy sincero, necesito que me organice a los niños mirando hacia donde tengo mis instrumentos…―miró el bochinche que estaban armando en el jardín el montón de infantes, y al gordito, mal encarado, que gruñía solitario en una silla―
            ―Lo que sea, señor mago, lo que sea por poder ver a mi niño contento… ―lo miró a los ojos, desesperada, como quien encuentra lo que ha estado buscando― no sabe todo lo que hemos sufrido con él y su genio, nunca está conforme con nada…
            ―Cuando salga vestido de mago, va a ver cómo se pone de feliz su hijo, mi señora.

Lo llevó hasta el cuarto de herramientas, detrás de la casa, ahí habría suficiente espacio.
Antonio Linares, mejor conocido como Mago Antonioli, era un artista joven que prometía toneladas en el mundo de la magia, la ilusión y la prestidigitación. Su currículum empezó a crecer desde pequeño, cuando aprendió un sencillo pero fascinante truco con dos monedas idénticas que venían como regalo en una caja de cereales junto con unas pocas instrucciones, que siguió paso a paso, hasta dominarlas. En su adolescencia ya sabía más de lo que los magos de su edad sabían, manejaba el mazo de cartas como un profesional y estaba empezando a crear sus propias ilusiones. Terminó el colegio y de inmediato ingresó en una academia de magia donde en pocos meses alcanzó bastante prestigio, el suficiente para llevarlo a graduarse con honores al final del curso. El Mago Antonioli se ganaba la vida haciendo shows, generalmente privados, cobrando unos honorarios difíciles de olvidar pero que pagaban, de inicio a fin, el show que ofrecía.

Con el traje en su lugar, solo le faltaba ponerse el sombrero y coger la varita mágica. Salió al jardín y, sin poder creerlo, vio al montón de párvulos en orden y en silencio. Todos se habían formado alrededor del gordito pelirrojo, el homenajeado. La mamá organizadora empezó a aplaudir mientras el mago llegaba hasta su sitio, los niños empezaron a imitarla, la mayoría, menos el gordito de las pecas en los cachetes rojos y dientes de conejo, que simplemente estaba sentado, viviendo. Antonioli se puso enfrente de todos, al centro de la tarima imaginaria y asumió su pose ritual antes de presentarse, ponía el cuerpo, según sentía, como si estuviera bailando tango y flamenco, pero estático. Luego, con su capa, hizo algunos rizos en el aire, se acercó a la manada de niños boquiabiertos y se presentó.

            ―Soy Antonioli, el conocedor de lo desconocido. Hoy van a ver las maravillas más sorprendentes que alguien pueda saber, de cerca y sin perderse ningún detalle. ¡Antes de empezar tengo que decirles que no pueden hacer esto en sus casas!, muchos lo intentan pero pierden la vida intentándolo ―miraba las caras de asombro que estaba acostumbrado a ver, incluso en la mamá del gordito, pero en él, no. Ni un esbozo de sorpresa en su rostro. Aquél pequeño monstruo estaba cumpliendo diez años y ya le parecía de noventa―. Hoy, en este mismo momento, necesito que se comprometan conmigo…no pueden revelar ningún secreto que les cuente, si eso llegara a pasar, el mundo mágico se vería en peligro y…
            ―¡A los trucos, payaso! ―le gritó desde la silla, interrumpiendo, la masita de carne con motas rojas, siendo debidamente ajusticiado por su madre con una mirada y un índice en el aire―
            ―¡Paciencia, amiguito!, además, mira que soy mago y no payaso ―de un movimiento rápido de muñeca, cambió la varita mágica por una paleta de caramelo, se acercó y se la entregó―.
            ―¡A los trucos, magucho! ―le recibió el dulce y lo arrojó hacia unos arbustos―

Toda la tarde estuvo haciendo sus trucos, incluso ofreció trabajar dos horas gratis, con un solo objetivo: entretener al gordito de carnes rosas. Sacó su mazo y realizó todos los trucos de su repertorio. Puso a volar a tres palomas que aparecieron de la nada. Hizo desapariciones de relojes, conejos, el sombrero, un zapato y una silla. Adivinó respuestas y calculó cumpleaños a muchos de los presentes…pero nada hizo sorprender al montón de incrédula materia que, para bien o para mal, era por quien había venido. El resto de los niños, por el contrario, asistieron al mejor show de magia de sus vidas, el que, con seguridad, iba a cambiar sus vidas.
La madre se le acercó, después de terminado el show, para darle sus honorarios y algo extra por el esfuerzo.

            ―Aquí tiene su pago, don Antonioli, no se preocupe por mi niño, él es un poquito caprichoso a veces ―mientras le entregaba el dinero―
            ―Lo que me preocupa es que su hijo, tan pequeño, y no se maravilla ante lo que se debería maravillar…es que, le digo, no comprendo cómo no se asombró cuando desaparecí esa silla...el problema fue bajarla del tejado, pero ni con la bajada se emocionó. A mí me gustaría tener unas palabras con su hijo, si no le molesta…
            ―A mí no me molesta, pero no sé a él…mire, aproveche que está destapando esos regalos y lo coge de buen humor…―le señaló hacia donde el gordito pelirrojo estaba sentado en la hierba destrozando algunas cajas―

Se le acercó, pensando lo que iba a preguntarle, y sin esperarlo, el niño se adelantó.

            ―No me gustaron sus trucos, no me pudo engañar ―le dijo, sin mirarlo―.
            ―¿Cuáles trucos?, ¡eso que viste, se llama Magia!
            ―¡Pues yo no creo en la magia! ―gritó, volteando la cabeza para mirarlo a los ojos―
          ―¿Y por qué no crees en la magia? ―preguntó, más asombrado que curioso, el mago―
            ―Porque si la magia existiera, los magos no tendrían que trabajar.

1 comentario:

Unknown dijo...

Jodido pero intrépido el cagonsito.

El Sujeto

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Hace más de veinte años nací, vengo creciendo, lucho por reproducirme y todavía no he sabido que me haya muerto.