Es Antioquia la que pasa

Se acaba la Feria de las flores, se va dejándome un mal sabor de boca. Sabe amargo y huele rancio. No porque no haya disfrutado de la jornada ―de hecho, en parte, me excedí― sino porque me aclaró algunas cosas que todavía creía que eran simples opiniones personales exageradas. No puedo negar que el departamento se preparó mucho para esta semana, para que todo saliera según lo planeado y demostrar que, una vez más, Antioquia es digna de admiración por parte del resto del país y del exterior; pero, incluso contando con tantos esfuerzos creo que sigue sin ser suficiente. Empecé la semana con espíritu festivo, queriendo regocijarme con mis coterráneos en esta fiesta de colores, pero muy temprano me desanimé, todo por culpa de ellos.

Antes de que llegara agosto, me habían prometido que Medellín iba a estar llena de mil colores; me cumplieron, estuvo llena de mil colores, de dos mil colores, sobre todo en el piso. Mucha sangre, muchos vómitos, mucho cagajón, mucha basura, muchos vómitos, mucha sangre y muchos vómitos. Diferentes tonos de rojos, ocres, cafés y amarillos por doquier, mirando el estado de las dizque calles uno podía localizar con facilidad a la turba parrandera. También tuve la oportunidad de ver, muchas veces, embotellamientos de cientos de metros que, de lejos, dan un espectáculo multicolor que no se describe fácilmente, comparable tal vez con el de una experiencia con LSD.

Comprobé que Medellín es una ciudad de viciosos. Por fortuna, a donde me dirigiera, encontraba a alguien que estaba dispuesto a brindarme un poco de lo que estaba ingiriendo. Yo sabía que había borrachitos y mariguaneros y periqueros y triperos y omnívoros, pero no me había tocado verlos en acción, juntos, por una misma causa y a la misma vez. Y sin disimulo alguno, fuera de día o de noche, en vía pública, frente a todo el mundo. Al parecer, la doble moral tradicional antioqueña se  toma una semana de vacaciones, pero el ocho de agosto, puntual, vuelve a casa, retoma las riendas del asunto y ese día, esta vez un lunes, Medellín vuelve a gritar que es la más educada.

Supe, también, que esta ciudad es un pueblo. Me di cuenta cuando, después de iniciada la feria, algunos borrachitos guardaron su automóvil y sacaron a lucir sus bestias y sus caballos, vestidos con sus ruanas campesinas, sus botas campesinas, su carriel campesino, sus pantalones Diesel y, obviamente, su sombrero. Un pueblo de borrachitos con sombrero a caballo. Y a pie, también, porque los vi caminando por ahí con su botella a medio terminar, tambaleándose alegremente por los caminos de herradura pavimentados. Todo eso pasó sin ningún percance mayor, no hubo embotellamiento de caballos por ninguna vía y tampoco registré ninguna queja de algún jinete por una fotomulta injusta o un parte de tránsito, ningún muerto por accidente equino, ¡todo perfecto!, en una semana tuve para ver que esta ciudad funciona mejor como pueblo.

Todavía me falta hacer presencia en los actos culturales, pero algo me dice que no me va a alcanzar el tiempo, la fiesta continúa y va para largo. Aún me falta disfrutar de varios tumultos, el sabor de la harina o la espuma de aerosol, pagar tres veces el precio de lo que ingiero, caminar kilómetros para llegar a la casa, y con suerte, presenciar un par de atracos. ¡La fiesta es larga! Lo que sí me parece curioso y quería compartirlo con usted que me lee, es que he estado atento a fotos y videos de los eventos de la Feria de las flores, y por más que me esfuerzo, créame, no he visto la primera flor. Por eso, cuando pasa un borrachito con sombrero a caballo, es Antioquia la que pasa.

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El Sujeto

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Hace más de veinte años nací, vengo creciendo, lucho por reproducirme y todavía no he sabido que me haya muerto.