La suerte de los billetes

I

―Yo no supe qué hacer y por eso vine donde usté, pa que me diga más o menos pa dónde coger, dotora ―dijo, dándole vueltas con las dos manos a su gorra por los bordes, mirando hacia el suelo, desconcertado―. La saqué del muro en que andaba trabajando, no vaya a creer que me la jalé de algún otro lao, si no me cree…
―Tranquilo, Ramiro ―interrumpió la abogada―, nosotros confiamos mucho en ustedes y sabemos que nunca se podrían robar nada. Lo que sí le digo es que el asunto está muy raro, en esa casa no vivía nadie hacía algunos años… ―hurgaba algunos papeles que tenía sobre el escritorio intentando buscar los registros―
―Entonces, como yo fui el que me la encontré, yo me los llevo, ¿cierto, dotora?
―Yo no veo por qué no, Ramiro, a menos que alguien llegue a la empresa a preguntar por la caja. Pero, como le digo, esa casa estuvo sola por varios años ―seguía hurgando, quería corroborar la información para no ir a cometer errores―…

Ramiro había sido albañil toda su vida. Desde los catorce fue obligado a trabajar con uno de sus tíos como ayudante, aprendió las mañas del oficio en su adolescencia y ya en la adultez pudo zafarse del abusivo yugo de su primer maestro, se independizó, comenzó a trabajar, y por muchos años no había dejado de hacerlo. Muchos años, más de cuarenta. Y en tanto tiempo no había visto algo como eso. Era común encontrarse mensajes que se mandaban entre albañiles, a futuro, para que algún otro lo descubriera: en un huequillo de un muro dejar oculta una hoja con nombres, algún plano, una foto, pero nunca una colección, menos una colección tan completa y sí que menos una colección tan completa y tan bien cuidada.

Ahora estaba en el despacho, sobre el escritorio de la abogada Martínez reposaba la caja destapada dejando ver las pilas de billetes organizados, al parecer, aleatoriamente, uno sobre otro, formando un colchón uniforme de dinero. Cada pieza estaba cuidadosamente empacada en una especie de bolsa plástica transparente, algunas selladas con fuego y en otras con cinta adhesiva.

            ―Dotora…―dijo Ramiro, tímidamente, interrumpiendo la búsqueda de los datos― yo la molesto con otra cosita…―sacó un rollo amarillento de hojas de papel con letra a mano de uno de los bolsillos del sobretodo azul, se lo estiró a la abogada mientras se dirigía a ella― lo que pasa es que yo casi no sé leer y esta nota estaba con los billetes, a mí me gustaría saber qué dice.
―¡Muéstreme! ―se apresuró a recibirle las hojas y empezó a darles una ojeada superficial. Miraba con incredulidad lo que sostenía en las manos, no había oído jamás algo parecido a lo que estaba viviendo―

II

Usted, que está leyendo esto ahora ―la abogada comenzó a leer en voz alta―, puede darse cuenta del singular contenido del paquete que acompañaba a esta nota, pero se lo detallo: lo que ve en esa caja es el legado de varias generaciones, el empeño y el esfuerzo de muchas personas que a lo largo de su vida tuvieron un objetivo común; vivieron y murieron por los billetes. Desde tatarabuelo hasta tataranieto tuvimos siempre presente al papel moneda en nuestras vidas, dedicándole casi todo el tiempo a recoger y conservar las mejores piezas que llegaba a nuestras manos. Como puede ver, hay billetes locales de todas las denominaciones, algunas ediciones limitadas, billetes de cáñamo, miles de piezas que consideramos aptas para la colección. Se preguntará por qué no coleccionar monedas, pero ni la plata, ni el níquel, ni el cobre nos llamaron la atención, era la sensación de tocar y oler cada pieza, apreciar sus viñetas, sus formas, sus características únicas y poder descubrir la historia que se esconde detrás de ese pedazo de papel. Desde mil novecientos treinta y ocho, el papá del papá del papá de mi papá, empezó a coleccionar el papel moneda, como distracción, como curiosidad. Con el paso de los años, la pasión por la notafilia fue creciendo y nadie pudo detenerla, ni la suya ni la de sus hijos ni la de sus nietos ni la de sus bisnietos ni la de su tataranieto, yo. Fuimos conocidos en el barrio por nuestra afición, llevábamos la fama de avaros, nadie entendía nuestra fiebre. La colección tiene más de tres mil ejemplares, y hasta hoy, seis de marzo de mil novecientos noventa y nueve, vale algo así como cuarenta millones de pesos, aunque yo la considero invaluable.

Se preguntará por qué dejo escondido el tesoro familiar dentro de un muro. Debe entender que queda en sus manos la decisión de continuar la colección o de que se detenga, yo también tuve que decidirme: al principio asumí la tarea con responsabilidad y pasé mi vida ayudando en la colección, a pesar de tener necesidades económicas, nos empeñábamos en que creciera, que muchos billetes, cientos de billetes, adornaran las estanterías. Porque, sépalo, antes estaban colocados en estanterías, organizadas por año, por cifra, por color, teníamos la casa llena de billetes. Por ser hijo único, cuando faltaron mis abuelos y mi papá, la responsabilidad caía sobre mis hombros, había terminado una carrera en lengua materna en la universidad y andaba realizando cursos de pintura. La pasión por la notafilia me había entrado hacía años y me sentía preparado para continuar con el legado familiar. Comencé con entusiasmo, agregando centenares de billetes los primeros años, uno tras otro; puedo decir que un tercio de las piezas las agregué yo en ese tiempo. Un día empecé a fijarme en los billetes que desechaba para la colección, los billetes que gastaba diariamente en las transacciones comunes y supe que había más magia en esos raídos papeles que en los recién impresos. Cada arruga contaba mil historias, cada raya de bolígrafo decía mil secretos, cada dibujo, cada hoyuelo, cada cifra decía algo único. Ahí estaban mis tres pasiones, los billetes, las palabras y el arte, reunidas en un solo lienzo, en una sola frase, en un billete.

Ahí empezó mi problema. Busqué un empleo que me diera acceso a muchas piezas, en poco tiempo entré al negocio de la compraventa de baratijas, compré algunas que venían de contrabando, empecé a venderlas en la calle, y así, a diario, llegaba a mi apartamento, al que me había mudado, y empezaba a clasificar las nuevas adquisiciones. En un lado iban los billetes con dibujos, en otro los que llevaban garabatos, también separaba los que tenían números y letras. Como puede imaginarse, una labor así requiere de mucho tiempo, todo. Trabajaba para coleccionar, ni siquiera para comer; en pocos meses estuve en los huesos, rebajé veintidós kilos. Eso sí, me tomé el tiempo de etiquetar cada billete, desde el primero, porque los conocía todos. También volví a contarlos y encontré que la colección había crecido notablemente, yo le había añadido dos mil unidades más después de la muerte de mi papá… ¡dos mil!, ese día entendí que no podía seguir viviendo así, o mejor, no podía seguir dándole mi vida, mi única vida, a unos papeles. Ese día fue ayer.

No le voy a decir cómo, pero le voy a decir por qué: escondí esta caja con este tesoro porque no soporté, no soporto. Creo que nunca fui lo suficientemente valiente para aceptar que no podía cuidar de esta colección como se lo merece, ella y la memoria de mis anteriores. En este momento tiene tres opciones: dejar la caja en donde estaba para que otro la aproveche, tomar la caja y vender la colección o simplemente continuarla. Yo no soporté, hice lo que pude. Hoy queda en sus manos, y aunque seguramente no esté vivo este instante que me está leyendo, le deseo mucha suerte en la decisión que tome.” ―exhaló, luego de haber terminado―

Ambos se miraban sin saber qué decir. La abogada le entregó el manuscrito a Ramiro, él lo puso en la caja y la tapó.

            ―¿No decía ningún nombre? ―le preguntó, intrigado con lo que acababa de oír―
            ―Ninguno, Ramiro, es lo más extraño que me ha pasado, ¿sabe? ―le respondió, ida, todavía pensando en la suerte de aquél tipo que había caído en desgracia por coleccionar billetes―

Ramiro cogió la caja y se despidió de la abogada inclinando la cabeza. Antes de llegar a la puerta del despacho, se devolvió hasta donde estaba, volviendo a interrumpir a su jefa.

          ―Dotora… ―le dijo en voz baja, logrando desconcentrarla lo menos posible― se me ocurre otra dudita y de pronto usté me puede decir…
            ―Cuénteme, Ramiro ―se adelantó―.
            ―¿Usté sabe si en el banco reciben billetes rayados?


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El Sujeto

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Hace más de veinte años nací, vengo creciendo, lucho por reproducirme y todavía no he sabido que me haya muerto.