― ¿Sabes qué me pasó hoy? ―preguntó el
tipo.
― ¿Te encontraste un fajo de billetes de
100? ―le respondió Henry.
― Hablo en serio, algo grande ―insistía.
Llevaba varios días yendo
al bar. No lo conocía. No me saludaba. Yo tampoco. No me saludó. Yo tampoco.
Pedí una copa. Henry sabía
de qué. Me la sirvió mirando al tipo. Me la tiré a la garganta de un solo
envión. El tipo me miró y pidió lo mismo. Henry se la sirvió. No paraba de
hablar de una señal divina. Qué se yo de señales. Pedí otra copa y el hombrecito
me dijo algo. Yo lo ignoré. Éramos los dos únicos en la barra y yo ya estaba
muy ebrio. Me volvió a decir algo y le dije que no se metiera conmigo.
Henry me sirvió el whisky
y yo me lo tomé. Como siempre. El tipo le dijo a Henry que no me cobrara ese
trago. Él lo pagaba. Entonces pedí otro con el dinero que me sobraba. Tampoco
lo dejó pagar. Pedí otro y también me lo regaló. Pedí entonces una botella y me
le acerqué. Le dije que no estaba bien eso de andarle regalando bebida a los
borrachos. Él me dijo que no importaba. O algo así. Qué se yo. Insistió en decirme
cosas. Yo no quería escucharle. Le pedí una moneda para llamar. Me la dio. Me
paré y salí. No lo quería escuchar más. No llamé a nadie. Lancé la moneda tan
lejos como pude. Volví a la barra y serví una copa. Me la tomé. Me miró pero no
me siguió.
― ¿Sabes qué me pasó hoy? ―me preguntó
el tipo.
― ¿Lo de los billetes? ―pregunté, sin
demasiado interés.
― ¡Ningunos billetes! ―resolló― Algo
serio, algo grande.
― No puede haber algo más serio que unos billetes ―le dije.
El tipo sabía que yo tenía
razón. Era algo que cualquier borracho sabía. Me miró y sonrió. Me serví otro
trago. Ya estaba incómodo. Borracho pero incómodo. No supe disimular y mejor
escupí al piso. Prendí un cigarro. El tipo se fue hasta el tragamonedas y lo
puso a sonar. No reconocí lo que sonaba. Estaba borracho. Volvió.
― Hoy fue un gran día porque Dios me dio
la señal que estaba esperando ―prosiguió.
― No me interesa ―le confesé.
― ¿No te interesa mi historia?
― Dios no existe.
Eso es algo que cualquier
borracho sabe. El tipo puso los ojos como dos toronjas. Yo me serví otra copa.
La botella se vaciaba rápido. Glu. Un solo trago. Henry se fue al baño. El tipo
no paraba de mirarme. Ahora me miraba con odio. Yo levanté la copa para brindar
con él pero no quiso.
― Solo un malnacido diría lo que dijiste
―me dijo.
― Acá me tienes, ese soy yo ―le dije,
sin mirarlo.
― Te voy a comprobar que estás
equivocado.
― Buena suerte. No puedo equivocarme en eso.
Lo miré. Me seguía
mirando. Escupí al piso. Me serví otro trago. El tipo acercó su silla. Se hizo
a mi costado. Me incomodó más. Giré mi tronco sobre mi culo hacia su rostro. Me
puso la mano en el hombro y me habló calmado.
― Lo dices porque no lo has sentido:
Dios es como el aire, que no es visible pero lo puedes sentir. Es cuestión de
fe. ¿Ves?
― Veo.
Sin quitarle los ojos de
encima ni la mano de mi hombro, tomé aire y lo agarré del cuello con ambas
manos. Fuerte. Apretaba. Henry me miraba emocionado volviendo del baño. El tipo
no entendía. El tipo no respiraba. Soltaba unos airecitos entrecortados por la
boca. Como ahogándose. Tenía la cara roja y las venas de la frente empezaban a
sobresalir. El tipo movía las manos como tratándose de zafar. Pero yo estaba
borracho. Tenía la fuerza de todos los hombres. Apretaba más fuerte cuando más
se movía. En un momento, dejó de moverse con violencia. Lo solté. Me serví un
trago. Me lo tomé. Dejé la botella abierta a medio consumir sobre la barra y me
despedí de Henry. Me puse de pie.
― El aire no necesita fe: está o no está
Eso es algo que cualquier
borracho sabe.