A la mano de Dios

El primero en saber en el hospital fue Eladio, el celador de la portería principal. Llegó corriendo hasta la sala de urgencias, tan rápido como sus viejas y fofas piernas lo dejaban, andaba buscando al doctor Morales. Después de ubicarlo al fondo, en la camilla dieciocho, se le acercó y mientras veía suturar unas puñaladas de un estómago, se dirigió a él.

            ― Doctor Morales, disculpe que lo interrumpa, pero yo creo que es mejor que venga a ver esto…
            ―¿Algún herido grave ―apartó la vista del estómago―?
            ―Yo creo que sí…pero no ha llegado.
            ―¿Cómo así? ―no podía imaginarse una urgencia sin herido―
            ―Venga y mire, doctor, yo no sabría explicarle.

El doctor Morales se quitó los guantes, le delegó a una enfermera su trabajo y se dirigió hasta donde estaba el problema, con Eladio guiando el paso. ¿Qué podía ser más urgente que esas puñaladas?, ¡tan bien logradas que estaban! Tenía que ser algún neonato abandonado en malas condiciones o algún mafioso que tenía intimidado a Eladio, no era la primera vez que se aprovechaban del pobre viejo y lo dejaban sin la escopeta inservible de dotación.

Cuando el tipo raro vio que el doctor llegaba le estiró la mano. Así toda ensangrentada, caliente aún. El doctor Morales la recibió, incrédulo, no podía ser una mano real, el tipo actuaba raro pero dentro de lo raro le parecía que estaba tranquilo.

            ―Aliste todo, doctor, que ya viene ―dijo, de pronto, con voz queda y las palabras lentas, el tipo raro―.
            ―¿Ya viene quién?, ¿de qué se trata todo esto? ―preguntó el doctor Morales―
            ―Ya viene, doctor, ya viene ―respondía, ido, el tipo raro―

El doctor comprendió que era mejor ir a buscar una nevera con hielos y dejarlo a la mano de Dios, volvió hasta la sala de urgencias, corriendo, con mano en mano, y organizó un equipo de médicos y enfermeras alrededor de ese miembro perdido. Eladio le regaló un café al tipo raro y lo invitó a sentarse en la sala de espera, con la luz de adentro se podía la sangre que lo cubría. Mientras las enfermeras lavaban y esterilizaban la mano, un par de doctores, Morales y Domínguez, intentaron hablar con el tipo. Después de un interrogatorio de media hora lo único que obtuvieron saber era que el dueño de la mano estaba en camino y que el tipo raro había ingerido varias “pepas”, solo eso.

            ―¿Con qué pudieron cortar esto? ―le preguntó el doctor Morales al doctor Domínguez, en el quirófano que habían separado para la mano, con ella presente―
            ―Ni idea, hermano, y eso que vengo de familia de carniceros…mire, ni con el hacha más grande logra uno esa perfección…―señalaba con cuidado los bordes―
            ―Lo único que se me ocurre…―se tomó un momento para pensar las palabras que iba a decir― es con láser. Pero, ¿de dónde van a sacar un láser?, ¿ese tipo raro tiene acceso a un láser?

Pasó una hora y todavía no llegaban a reclamar la mano. El tipo raro estaba sumido en un mutismo que ni con agua helada se pudo mejorar, así que, por órdenes administrativas, el caso de la mano sin dueño y el tipo extraño de las pepas pasaba a manos de la policía. Dos agentes uniformados, un capitán y su subalterno, se hicieron presentes y cuando se les puso al tanto de la situación, empezaron a trabajar para averiguar todo lo posible. Llegaban informes desde la central principal de datos del país, todos negativos. Ningún hecho violento denunciado en el transcurso de la noche, tampoco resultaron mutilados en los otros hospitales y las huellas digitales de esa mano no estaban registradas. La mano no era de nadie. Nadie llegó por la mano.

Dedicado a esa mano que nunca pudo volver a su lugar.

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El Sujeto

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Hace más de veinte años nací, vengo creciendo, lucho por reproducirme y todavía no he sabido que me haya muerto.